Revelaciones

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Bárbara


Tardo menos de cinco minutos en buscar las aspirinas y unas toallas húmedas, junto con unos apósitos que encontré en los cajones de mamá. Maldigo el día en que se me ocurrió hurgar ahí. Los apósitos sí estaban a la vista, junto con otra cosa que una hija no debería saber de su madre. Sacudo la cabeza y mando ese pensamiento a lo más profundo de mi mente. Haré de cuenta que no pasó y seguiré con mi vida con normalidad. Bueno, la que me queda.

Llego a la habitación y me encuentro a Mittchell en la misma posición que antes, con los ojos cerrados. Parece dormido, aunque sé que no lo está por la forma impaciente en la que tamborilea los dedos en su muslo. Caigo en la cuenta de que lo estoy viendo demasiado y avanzo cerrando la puerta detrás de mí.

Me mira, y luego a las cosas que traigo en brazos.

―¿Qué piensas hacer con todo eso? ―pregunta, ahora con un breve tinte de miedo. Sonrío de lado, manteniendo el semblante pícaro―. Ni lo pienses, Sucker, no vas a usarme de conejillo de indias.

―¿Quieres irte a tu casa con el pantalón lleno de sangre? ―inquiero. Él mueve frenéticamente la cabeza y me acerco, poniendo la pastilla y la botella de agua en su mano―. Tómate esto, ayuda con los calambres. Ahora veremos qué hacer.

Me obedece sin rechistar, cosa que agradezco porque no quiero más peleas absurdas. Son las seis y treinta y cinco, en cualquier momento mis padres pueden llegar y no quiero que me pregunten por qué hay un chico en mi habitación. No podría soportar esa charla otra vez. La primera fue cuando fui a mi primera fiesta con adolescentes hormonados y litros de alcohol. Mi madre ni siquiera se molestó en ser discreta, no dijo esa cosa de "papi puso la semillita en mami". No, literalmente me explicó cómo funcionaba el pene y lo que hacía con la vagina. Después de esa fiesta, tuve que ver muchas cosas para informarme, y no, por supuesto que no hablo de porno... No del malo, creo.

El caso es que quiero evitar esa charla conmigo y Mittchell incluidos. Me da escalofríos de solo pensarlo.

―Ya, ¿y? ―dice, dejando la botella en una esquina de la mesa.

―Ve al baño y límpiate con esto, después pones una toalla pegada en el calzón. ―indico. A cada palabra que digo, su cara de confusión aumenta. Su ceño alcanza niveles increíbles de fruncimiento y su boca está torcida de manera graciosa―. Te estoy hablando en chino, ¿verdad?

Recibo por respuesta una confirmación nasal.

―Bueno, no voy a quitarme la ropa para mostrártelo gráficamente.

―Eso sería muy estimulante.

Me estiro por la cama y le tiro una almohada por la cabeza. Él jadea porque no lo esperaba y la retira de su rostro con una sonrisa renovada. Estúpido.

―No debería haberte dado esa pastilla. ―me quejo, enojada.

Me hace ojitos como los del gato con botas, y una escondida parte de mí, muy muy en el fondo, lo encuentra adorable.

―Piedad, doctora. ―se burla. Estoy tentada a revolearle mi lámpara―. Bien, a ver, repítelo.

Suspiro con pesadez y saco un cuadrado grande de la bolsa violeta. Es una toalla de las nocturnas, con doble ala, por lo que procedo a quitarle el papel protector y se la muestro, señalándola como si le estuviera dando una clase de educación sexual. En realidad, sí lo es, un curso rápido para principiantes con cerebro de ardilla.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now