Diagnóstico incorrecto

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Mittchell


Me han puesto en la parte trasera de mi auto y comienzo a pensar que no fue una buena idea dejar que Bárbara condujera. Lo hace terrible, me he caído tanto que mis bolas van a reventar a golpes en vez de dolor.

―¡Lo siento! ―exclama por cuarta vez consecutiva. Pisa el freno ante el semáforo y chequea en el Google Maps nuestra ubicación. La voz robótica nos indica que debemos girar en dos cuadras más adelante, pero no estoy dispuesto a aguantar mucho más.

―Tú puedes, solo no rompas mi auto, por favor. Costó bastante caro.

―Tienes suficiente dinero para comprarte una inmobiliaria. No me jodas.

Si ella supiera...

El resto del camino se la pasa maldiciendo por los infames conductores que se cruzaban en el riel. Niego con la cabeza cuando grita "hijo de tu madre" a un camión que, si hubiera querido, nos habría aplastado. Saca el dedo medio por la ventana y toca la bocina, enojada, cuando el vehículo pasa en rojo, sin prestar atención a lo que ella estaba despotricando.

―¿Podrías calmarte? Mi insuficiencia renal será un paro cardíaco como sigas así. ¡Vas a hacer que nos maten!

―¡Te he dicho que no reacciono bien bajo presión!

Respiro profundo. Si la apresuro, lo más seguro es que acabemos chocando y adiós a la visita temporal al hospital.

―Creo que ya llegamos. ¿Tengo que estacionarlo? ―pregunta, bajando la velocidad para mirar si hay un lado libre.

―No, déjalo en la calle, total si lo arrollan yo lo pago.

Revolea los ojos y apaga el motor. Se desabrocha el cinturón y da la vuelta para ayudarme a bajar. Sus manos están heladas y un escalofrío para nada placentero me recorre entero hasta la nuca. Empiezo a temblar del miedo. Odio estas instalaciones, me dan asco y les tengo un rencor horrible. Sin embargo, se me pasa cuando veo las condiciones en las que mi hermosa acompañante ha dejado el coche.

―En serio no sabes una mierda. ―señalo. El parachoques toca el auto que estaba allí desde antes y tiene muchísimo espacio para moverse. En cambio, optó por dejarlo medio torcido y con posibilidades de que mis luces queden dañadas.

―¿Por qué crees que Peter me recoge casi todas las mañanas? Vamos, entremos.

―Puedo enderezarlo. Tomará unos minutos. ―me excuso. Todo lo posible para no entrar allí, aunque me esté partiendo de dolor.

―No seas marica.

Me sujeta con firmeza por el brazo, como una madre con su hijo pequeño que hace berrinche, y cruzamos las puertas vidriadas. En esta planta están las oficinas y no hay tanto movimiento como pensé que habría. Luego de registrarnos, un amable guardia de seguridad nos conduce a uno de los elevadores.

Apoyo la espalda contra el cristal del espejo y me encorvo un poco. El dolor es soportable ahora, pero puedo sentir mi pene dando saltos en mi pantalón, pidiendo que lo libere y le dé unos masajes. Santa Madre de Dios...

―Ya casi llegamos. ―me apremia Bárbara, apoyando una mano en mi hombro. Alzo la vista hacia ella y no puedo evitar notar lo mucho que sus pómulos se han enrojecido. Tiene los labios entreabiertos e hinchados, quizás porque se los ha estado mordiendo y no ha parado de hacerlo. Puedo ver la formación de sus paletas haciendo contacto con la piel rugosa.

Deseo deseo ©Όπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα