Primer día de clases

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Bárbara


Miro fijamente el tazón de cereales, esperando que me salte a la cara. Mis padres están en la cocina, discutiendo sobre quién me llevará a mi primer día de escuela. Estoy a punto de mandar todo a la mierda e irme en mi bicicleta, pero sé que mi madre me reventaría la cara con la chancla si lo hago.

―¡La llevamos los dos! ―cierra mi padre y ella asiente, conforme. Los dos trabajan duro y muchas horas, casi no tenemos tiempo de convivencia, así que es lindo que me acompañen.

Termino mi taza de café y me levanto. Tomo mi mochila del suelo y me la cuelgo al hombro. Mi padre se acomoda el saco negro mientras mamá vuelve a hacerle el nudo de la corbata. No importa cuánto practique o cuánto tiempo haya pasado, él nunca lo hace bien.

―Vamos, no quiero que llegues tarde ―Mamá me apura y me da palmaditas en los hombros de aliento. Le sonrío, sé que es importante para ellos verme feliz, aún cuando no lo estoy y lo finjo todo.

Cualquier adolescente estaría emocionada por su último primer día de clases. Es motivo de celebración, ya no tendrás que volver a pisar el instituto y vivirás el año al máximo. Todos, menos yo. La secundaria Pullman es y siempre será el infierno para mí, y no me refiero a las clases. No, claro que no. Hablo de cierta persona que se encarga de hacerme la vida imposible a donde quiera que vaya. Su nombre es Mittchell Raymond. Él, junto con su séquito de idiotas, molestan a todo aquel que miren. No importa qué estén haciendo o si no les hicieron nada, solo se acercan, los dejan en ridículo, lo postean en sus redes sociales para recordar el suceso como un campeonato ganado, y se van como si no hubiera pasado nada. Como si no hubieran dañado sus mentes con sus actos inmorales. Pero conmigo es especial. Desconozco la razón, pero siempre que me ve, Mittchell tiene una broma pesada para hacerme o nuevos apodos extraños y despectivos que ponerme.

Ha sido así desde que entré en el primer año. No sé qué lo habrá causado, pero estoy segura de que no fue porque lo provoqué. Simplemente me miró y decidió que sería un juguete más.

He intentado por todos los medios hablar con la directora de la institución, pero los padres de Mittchell tienen dinero. ¿Qué digo? Nadan en billetes, son, probablemente la familia más adinerada de la ciudad. Todos los colegas de ese imbécil están forrados y por esa razón las autoridades dan media vuelta y hacen caso omiso a las quejas de los estudiantes.

Tampoco les he mencionado nada a mis padres. Ellos no podrían contra esa corrupción, y yo, por más masoquista que suene, no quería cambiarme de colegio. Allí tenía mis amistades más antiguas y profundas, y no las abandonaría.

Nos subimos a la camioneta negra. Me acomodo contra la ventana, mirando mi tranquilo vecindario bajo la tenue luz del amanecer. Vivo un poco lejos del colegio, por lo que dependo de mis padres o del autobús, si es que se digna a pasar. Mi mejor amigo, Peter, tiene un auto y a veces se encarga de transportarme, solo si el cacharro no está en el taller. Suspiro con pesadez, ansiando volver al interior de mi cama y dormir hasta la hora del almuerzo.

―¿Estás nerviosa, cariño? ―me pregunta papá. Sus ojos, de un bonito tono verdoso, me miran a través del espejo retrovisor.

―¿Has dormido bien? ―continuó mamá. Agradezco su preocupación, mas no es necesaria.

―No y sí.

Bajo la ventanilla, dejando que la brisa fresca de finales de verano me atuse el pelo hacia atrás. No quiero hablar, porque comenzarán con sus preguntas incómodas sobre si tengo inconvenientes con mis compañeros y no voy a contestar. Solo me lo dijeron cuatro veces el año pasado, incluso le pidieron a Evina, mi mejor amiga, que me vigilara y los mantuviera informados sobre cualquier precedente. Todas esas veces dije que no. No cambiaría mi respuesta.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now