La maldición de Bárbara y la bendición de Mittchell

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Mittchell


Resoplo y maldigo mientras leo el papel que me entrega la profesora Reicci. Estoy en la oficina de la directora, siendo escrutado y analizado milímetro a milímetro por ambas y recibiendo el regaño de la historia. Sé que no soy tan bueno académicamente hablando, pero jamás me han citado. No por estas razones, al menos. Al ver la hoja, estoy por debajo del límite de aprobación. Tres líneas por debajo, lo que significa que es muy malo. No es un secreto que odio los idiomas, específicamente el italiano y el español, y mis calificaciones lo demuestran.

―¿Puede explicarme esto? ―habla la directora por tercera vez. Yo me encojo de hombros, sin saber qué decir―. Señor Raymond, si esas notas no suben, suspenderá el curso. ¿Acaso quiere eso?

La verdad, poco me importa si tengo que repetir el año. Mi madre apenas me presta atención y el neandertal que tengo como padre no se enteraría.

La profesora se agarra el puente de la nariz con los dedos y tamborilea los dedos en el escritorio. Lentamente, como si fuera parte de una película de terror, una sonrisa se forma en su rostro, señal de que ha tenido una revelación.

―Tengo una solución. ―La directora la observa, esperando que se explaye. Yo ruego porque no sea lo que estoy pensando―. Tomará tutorías de un compañero o compañera hasta que sus notas mejoren. Nos evitaremos los disgustos y así podremos mantenerlo bajo control.

No es un secreto para nadie mis cagadas y disturbios, gracias a todo el dinero que mi padre gasta para no tener razón para regresar. Estos días parece que se preocupó demasiado en que eso no suceda.

―Me parece perfecto. ―responde.

Se estrechan las manos y yo las miro, incrédulo, esperando que digan algo, lo que sea. Ni siquiera se molestaron en preguntarme qué pensaba, me había quedado claro que no era una decisión que yo pudiera tomar. Cuando la señora Reicci decretó a mi nueva maestra, mis comisuras temblaron, los sentimientos se arremolinaron en mi interior y se mezclaron.

Salimos del despacho y ella se apresura para ir a dar clases. Me da mi tiempo para que pueda comunicarme, aunque es claro que no lo haré, prefiero sorprenderla. Nos tenemos que poner en marcha cuanto antes, y aún así tengo una enorme sonrisa en el rostro. Cerecita, no escaparás tan fácil de mí.

Me encanta la cara que pone cuando tomo asiento a su lado. Sus hermosos ojos castaños se abren de par en par y sus labios forman una perfecta "o". Quiere decir algo, pero está estupefacta.

―¿Qué pasa, Sucker? ―digo, sacando el cuaderno con total tranquilidad.

―Sal de mi banco.

Yo niego, disfrutando de cómo sus manos se hacen puños y parece que le encantaría estrellarlos contra mi rostro.

―¿A qué estás jugando?

Mi estómago da un vuelco involuntario al escucharle decir mi nombre. Aunque esté enojada, resulta increíblemente bonita. Debe ser irónico que yo lo diga, pero no estoy ciego ni drogado. Tal vez ese es el motivo por el cual quise acercarme a ella en un inicio.

En ese momento, la profesora avanza y se nos para enfrente, sonriendo como si hubiera logrado una hazaña magnífica.

―Veo que ya estás enterada, Bárbara.

―Creo que no la entiendo.

Sus castaños ojos se enfocan en los míos para luego volver a la señora. Ella se planta y me toma de un hombro, sacudiéndolo suavemente y dando una palmada.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now