Sentencia de muerte

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Bárbara


Ya han pasado cuatro días y las aguas parecen haber vuelto a su cauce. Mi desfile en el pasillo ha quedado relegado a segundo plano luego de los percances amorosos de algunas parejas más notorias en la preparatoria.

Suelto un suspiro pesado por décima vez en lo que va de la hora. La profesora de Filosofía, por más buena que sea enseñando, tiene una voz de pito que, si pudiera, te haría sangrar los oídos. Parece un disco averiado que se repite una y otra vez, y solo quieres tirarlo por la ventana para que se calle.

Está hablando de la felicidad. Las clásicas preguntas: ¿de dónde venimos? ¿dónde vamos? ¿cómo podemos ser felices? Me ha tocado hablar antes, dando mi opinión acertada de la filosofía antigua. Ser feliz significa autorealizarse, alcanzar nuestras metas propias y perseguirlas, y para cada uno son diferentes. Por ejemplo, las mías eran esconderme en las columnas para no ser clasificada como la próxima víctima y llegar a mi casa vivita y coleando.

¡Qué aburrimiento!

Mi compañera, Malia, con quien no converso tanto, me toquetea el brazo. La aparto, molesta, e intento volver a la cháchara de la señorita Tellez. Sin embargo, ella no se rinde y tengo que rogar por paciencia para no golpearla. A la quinta vez, me giro con violencia.

―¿Qué? ―susurro borde. Me señala la ventana que ocupa toda la pared y me quedo en blanco. Hay un cartel gigante en el que se lee perfectamente: "Bárbara la de los melones", y dos enormes cerezas entrelazadas pintadas de un rojo estridente.

No me sorprende ver el rostro que sostiene tan orgulloso el papel: Mittchell Raymond junto con Tyler Richardson.

Claro que no lo iban a dejar pasar. Sería mucho pedir. Fingiendo una sonrisa, saco el dedo del medio y se los muestro. Ellos se carcajean y salen corriendo en dirección opuesta en cuanto la profesora los ve. Desafortunadamente, no alcanzó a ver lo que decía y la bronca recayó en mí.

―¿Puedo continuar, señorita Sucker? ―pregunta en un tono que se me antoja irónico. Asiento con la cabeza y me disculpo por lo bajo. Odio cómo dice mi apellido, como si fuera algo malo. Y es que apellidarme como una canción de los Jonas Brothers parece asquearle. A mí no, me gustan mucho, pero el significado de la palabra en sí origina varios de los elaborados apodos e insultos de mis queridísimos agresores.

Sucker significa, entre muchas cosas, bobo o boba. Esa persona que es de corto entendimiento, lo cual no es mi caso, o es ingenuo, que tampoco me define. No obstante, a Mittchell se le ocurrió ponerme "pequeña menstruación" o "la enana Sucker", entre otros. "Meloneada" parece ser el último que incluirá.

La clase acaba y salgo disparada en dirección a mi locker. Meto con rapidez la mochila y tomo el dinero extra que traje para el almuerzo. Cierro con fuerza la puerta de metal y pego un grito del susto cuando veo a mi archienemigo relajado y recargado contra la puerta del casillero de al lado.

―Hola, nena. ―saluda, como si fuera una persona normal. Bufo y me siento tentada de tener una botella de agua para tirársela en toda la cara.

―Qué disgusto saludarte, imbécil. ―contesto. ¿Qué hago respondiéndole a este infeliz? No entiendo qué carajos está mal conmigo.

En todos estos años, jamás le he devuelto nada, por más ganas que tuviera. Puede que mi mente maquiavélica haya fantaseado con entrar de noche en su casa y hacerle alguna maldad, como pegarle cera en las cejas y que no tuviera otra opción que arrancarla y quedarse pelado, o sacarle pelo por pelo de las axilas. Pero mi moral me lo impide. No me enseñaron a ser grosera o agresiva, y tampoco es en lo que quiero convertirme. Mas el destino y el universo se ponen a jugar con mi miserable vida como si se tratase de una partida de ping pong. Este año ya no quiero pretender que no me afecta, que debo darme la vuelta y no poner la misma mejilla dos veces, porque ya no tengo ganas de hacerme la sumisa.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now