Chocolates en casilleros

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Bárbara


Despierto con la atroz luz del día. Tengo un sueño de mil demonios y apenas me lo creo yo, pero he soñado con un idiota de ojos grises que quería salir conmigo. ¡Espera un segundo, eso sí pasó!

Abro los ojos de golpe, sin importar el ardor que azota mis retinas, y salto de la cama. Planeo ir a la escuela y evitarlo, porque desaparecer de su vista ya comprobé que es imposible. No quiero que me salga con el mismo tema de ayer, y tengo miedo de admitir que la idea no me aterra tanto como pensé que lo haría y no utilizaría ningún adjetivo calificativo negativo para calificarlo.

Mittchell podía ser muchas cosas, entre ellas el mejor patán de la historia, pero estaba lleno de sorpresas. Me sentí afortunada de ser testigo de una de ellas, solo que no esperaba que me lo dijera a mí entre las miles que lo persiguen.

Sé que no puedo aceptar tal cosa. Él me hirió mucho en el pasado, no puede pretender que cumpliré sus deseos como si fuera una dócil mascota. Como le dije en el supermercado, debe esforzarse más. Será divertido tener a Mittchell Raymond a mis pies, si es que realmente sucede.

Abajo, mis padres discuten acerca de nuestro fin de semana. Mamá quiere ir a ver a la abuela, que vive a unas cuantas millas de distancia, no tan lejos, y papá quiere ir a la otra punta a ver a su mejor amigo Mike que acaba de tener a su tercer hijo. ¿Captan la oposición en la oración? Pues es exactamente lo que están diciendo ahora.

―Tu madre tiene setenta años, puede esperar unos días. Este recién nacido necesita los cuidados de sus padrinos. ―pide papá. Hasta le compró un sonajero, el pobre no podrá agarrarlo hasta dentro de unos meses.

Y, como siempre, mi madre es una exagerada con razón.

―Mi madre tiene setenta años, hace un mes que no ve a su nieta ni a su familia, está sola en una casa horrible que conserva para no olvidar a mi padre, ¿y priorizas a un bebé que tiene toda una vida por delante? ―Los ojos de papá se vuelven saltones, como los de las caricaturas―. Cada momento que pueda pasar con mi mamá vale mucho más.

―Si mi voto cuenta, también quiero ver a la abuela.

Supongo que no contaba del todo, porque ambos me ven como si me hubiera salido un tercer ojo. Sonrío y les doy un apretón a los dos.

―Es lunes, podemos charlar sobre esto luego. Ahora tienen a una adolescente apurada porque va a llegar tarde al colegio.

Parecen recapacitar y enseguida están abrazándose y corriendo por la casa para asegurarse de que no se dejan nada. Me entregan una taza de plástico que usualmente la usa papá, para que vaya tomando el café en el camino. Mientras tanto, rezo para que me abran las puertas de la clase. No quisiera tener que echarle la culpa a mi abuelita.

 No quisiera tener que echarle la culpa a mi abuelita

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Deseo deseo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora