Maratón de pelis y helado

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Bárbara


Tiro la mochila en el sofá de la sala y me muevo nerviosa hasta la cocina. Mittchell no ha emitido palabra alguna desde que entramos y un silencio bastante incómodo se ha instalado entre nosotros. Nunca ha sido de los chicos taciturnos y serios, siempre tiene bromas bajo la manga para cualquier momento. Verlo así, me saca de mi zona de confort.

Mencionó que quería comer helado, pero yo me rehúso a compartir mis reservas. No compramos muy seguido y suelo terminarme los potes de una sentada, por lo que me sirvo en tarros pequeños para no sucumbir a la tentación. Abro el congelador y me quedo mirando los cinco distintos gustos, mis favoritos, encerrados y apretados en el fondo. Nuevitos, esperándome para que los consuma.

Dios, ¿por qué es tan difícil ser un poco mala?

Refunfuñando, saco el helado de crema y el de chocolate. Tomo dos cucharas del mueble y repasadores para no congelarnos las manos, y me dirijo hacia mi compañero. Se ha cambiado por otros jeans que ha encontrado de suerte en el maletero del coche y se ve un poco mejor.

Está apoyado contra la pared, con su vista fija en mí, pero a la vez sumido en sus pensamientos. Tengo que chocar las cucharas para que me preste atención.

―¿A qué galaxia te fuiste? ―le pregunto a modo de broma, pero él no me contesta.

Me arrebata el recipiente de chocolate e iniciamos el ascenso hasta mi habitación. Titubeo un poco, no me gusta la idea de estar los dos en el cuarto a solas sin hacer algo productivo como las tutorías. Pensaba en sentarnos en el sillón, poner Netflix y dejar que la trama nos envuelva tanto para no tener que hablar demasiado. Si algo me han enseñado las películas, es que no debes encerrarte en una habitación con alguien del sexo opuesto. No si no quieres acabar con las bragas en el piso. No obstante, la situación de Mittchell difiere de los pensamientos extraños que me azotan y acabo siguiéndolo por el pasillo. ¿Qué puede salir mal de todo esto? ¿Qué me estampe un preservativo de princesas usado en la cara?

Mejor no tentar a la suerte.

Me quito los zapatos y me acuesto en mi lado de la cama, tratando de no entrar en contacto físico con él. Se lo nota triste y alicaído, y me encuentro pensando en cómo animarlo.

Si fuera por Peter o Evi, no dudaría un segundo en enredarme cual boa y abrazarlos hasta que sus mocos queden en mi camiseta. Nunca me ha importado, pero se trata de Mittchell Raymond, el chico que me ha hecho la vida imposible, incluso cuando la culpa era mía y lo conozco tan poco en aspectos personales que me da miedo abrir la boca y decir algo indebido.

La curiosidad me carcome por dentro. En el hospital habló de su padre como si fuera el dueño de un club de striptease y no un padre propiamente dicho. Inevitablemente, la culpa me corroe. Fui yo la que nos puso en esta situación en primer lugar (no la de comer helado, aquí se invitó solo) y me causa impotencia no saber cómo arreglarlo.

―Esto tiene pinta. ―dice, llevándose una cucharada bien cargada a la boca.

―¡No, espera! ―Pero ya es demasiado tarde.

―¡Ahhgg, frío, frío!

Se agarra la frente y la nariz y hace pucheros. Por favor, lo único que me faltaba. Para colmo de sus males, me echo a reír.

―¿Qué carajos te pasa? ―musita enfurruñado.

―¿En serio no sabes comer un helado como la gente? Tienes dieciocho años.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now