Inoportuna clase de matemática

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Mittchell


Abro los ojos ante el sonido de la tercera alarma, la que grita que debo levantarme o llegaré tarde al instituto. En otros tiempos, la habría apagado como a las anteriores y habría dormido lo que me placiera, pero ahora todo es distinto. Porque está ella, me está esperando para finalmente hablar cara a cara.

Es miércoles y ella ha estado todos estos días ayudando a su abuela, que sufrió una caída y su familia fue a socorrerla. Hemos hablado por mensaje cada vez que tiene tiempo, o en las noches, cuando todos están durmiendo y nos desvelamos hasta las dos o tres de la mañana. No es un problema para mí.

Tengo que reconocerlo: estoy nervioso. Por primera vez estoy ansioso por hablar con ella, cuando antes la jodía y la humillaba, ahora tengo miedo de que las palabras no salgan. Me doy una ducha de agua fría y me pongo el uniforme. Agrego una chaqueta de cuero, me despido de Arae, quien me entrega un vaso térmico con la bebida de los dioses, y subo al auto.

Bebo mi desayuno mientras sorteo los semáforos. Quedan veinte minutos de sobra para que las puertas se cierren, no me falta mucho. Cada kilómetro que me acerco, mi corazón late más y más fuerte. Probablemente su amigo la haya llevado en su camioneta, quizás haya sitio al lado para poder tener un mejor pretexto para acercarme, o tal vez ella esté esperándome en la entrada. Mis manos empiezan a sudar frío y piso el acelerador ante la expectativa de Bárbara, sonriente, buscándome.

Finalmente, llego, pero nada de lo que he pensado está sucediendo.

Para empezar, Bárbara ni siquiera se ha bajado del vehículo porque hay una violenta Violet aporreando la puerta. Grita endemoniada, sus cabellos están revueltos, como si se los hubiera agarrado en puños, e insulta como si le hubieran cosido un diccionario de malas palabras. Esta no es la escena que querría para una bienvenida.

Alcanzo a atisbar su cabello castaño rojizo tapándole el rostro, sé que estará conteniendo las lágrimas y me siento culpable por ello.

Las llantas hacen un chirrido agonizante cuando freno, justo detrás de la camioneta. Me bajo y me dirijo a la mujer escandalosa. La sujeto por debajo de los brazos, mala idea porque está toda mojada allí (producto de la ira), y la aparto.

―¿Qué rayos te pasa, Mittchell? ―dice―. ¿Por qué la defiendes?

No respondo. Observo a mi alrededor, a los que la han grabado y seguramente estén subiendo ese video ahora. Ya veo venir los hashtags. #LocaGolpeaCamioneta #VioletDesquiciada. Por primera vez no me molesta. Ella voltea, se recoge el cabello rojo fuego en una coleta y desaparece zapateando dentro de la institución.

Me duele el ceño de tanto que lo estoy frunciendo, pero aún no tengo el valor para enfrentarla.

―Gracias por eso. ―dice, bajando la ventanilla para ofrecerme una sonrisa―. Estaba a punto de darle un buen puñetazo.

―¿Cómo pude perderme eso? Espera que la traigo de nuevo.

Ríe, una risa cantarina que alegra el día considerablemente. Pero algo me detiene a la hora de abrazarla: un dolor intenso en lo más hondo de mi pecho y estómago. Extraño, no sabría definirlo. Bárbara se apresura a bajarse y me pone la mano en el brazo para sostenerme. Sus ojos castaños me examinan y se pone frente a mí para que el resto no se dé cuenta.

―¿Está pasando ahora?

―No. Mis calzones están secos. Creo que me cayó mal el desayuno. ―confieso con gracia. Asiente y se aleja de mi cuerpo, la acción causa un efecto raro en mí que no me atrevo a describir.

Deseo deseo ©Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu