Oportunidad ganada

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Bárbara

Reconozco que había pensado en besar a Mittchell en múltiples ocasiones, pero no se comparaba en nada con la realidad. Se siente como si lo hubiéramos postergado demasiado, y que, de alguna extraña manera, estuviéramos predestinados. Mittchell me besa como si lo hubiera estado deseando hace tiempo, y yo le correspondo con la misma necesidad. Es como si me faltara el aire y él es la fuente de oxígeno más cercano para alimentarme.

Cuando nos separamos y abro los ojos, puedo ver cómo sonríe. Está feliz, y mi corazón se pone a hacer piruetas en mi pecho.

Su mano asciende y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.

―Eres preciosa, Bárbara. ―susurra. Mis comisuras se estiran y, justo cuando estoy por besarlo de nuevo, estornuda, mojándome toda la cara con sus fluidos―. Mierda.

Sí, eso. Pero, a pesar de la vergüenza, me entra la risa floja. Esto es definitivamente algo que nos pasaría a nosotros.

―¿Acabo de besarte y echarte todos mis mocos encima y te ríes? ¿Dónde está el tornillo, acaso se te ha caído? ―me dice, y comienza a buscar exageradamente el supuesto e invisible objeto. Le pego una cachetada a su mano, sin dejar de reír.

Entrelazo nuestros dedos, afortunadamente, su mano ya está mucho más tibia y el color ha vuelto a su rostro. Ya no parece al borde del congelamiento. De pronto, mi ceño se frunce, había olvidado por qué estaba enojada con él.

―Eres un completo imbécil. ―despotrico y me suelto de su mano. Mittchell me mira, perplejo―. ¿Cómo se te ocurre hacer eso y justo con este tiempo? Te juro que me dan ganas de matarte.

―Pero, Cerecita, si acabas de besarme. ―me reprocha él, su labio inferior se dobla en un puchero.

―Quiero que te vayas. Necesitas darte un baño caliente, no asistas a clases, quédate en cama y trata de no desabrigarte, por el amor de...

No me deja terminar porque se abalanza sobre mí y me apresa las mejillas con las manos mientras me da un beso casto.

―De acuerdo. ¿Vendrás a verme después?

―Lo pensaré.

Antes de que pueda retenerme más, abro la puerta y salgo a todo trote. El cambio de temperatura me deja desbalanceada y corro a la entrada del colegio antes de que termine como estatua en el estacionamiento. Lo último que escucho es la bocina y las ruedas del auto que chirrían mientras hace su retirada.

Respiro profundo y meto las manos en los bolsillos de mi abrigo mientras abandono el salón. La clase estuvo llena de miradas inquisitivas y cuchicheos, opiniones y comentarios. Me tienen hasta la coronilla. Si no hubiera sido educada como lo he sido, probablemente habría golpeado a unas cuantas chicas. ¿Qué tenía que ver yo con poderes místicos de la luna? Bueno, teniendo en cuenta que pedí un deseo a una estrella fugaz, el término no estaría tan alejado, pero no podía ponerme a discutir sobre ello.

Me encuentro con Evi y Peter apoyados en mi casillero, ambos con sonrisas tan amplias como el gato sonriente de Alicia en el País de las Maravillas.

―Hola, bebé. ―me dice Evi, poniéndome un cabello detrás de la oreja.

―Tienes un poco de pintalabios aquí. ―se burla Peter mientras me pasa la mano por la boca, sacando una mancha imaginaria.

―¡Por Dios, chicos! ―digo, ahogada en risas―. Una pausa, por favor.

Los hago a un lado para cambiar los libros y me apoyo en la pared metálica mientras me rodean. Quieren saber todos los detalles, y yo no soy quién para negárselos, después de todo, son mis mejores amigos.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now