Gloriosa ley del hielo

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Bárbara


Llego a casa con la respiración hecha un desastre. Toda yo soy un desastre. Me arden los sitios en donde las balas de plástico me golpearon y más me duele el orgullo. ¿Quién se creyó esa tipa para cometer tal acto denigrante? No entiendo cómo puede haber gente que la apoye, porque estoy segura que tuvo que levantar el aparato con ayuda masculina. Quiero pensar que esos chicos no sabían para qué sería utilizado, pero mis sentimientos me traicionan y mi mente dibuja a Mittchell colocando el arma que más tarde me haría quedar como una idiota.

Antes de bajarme, me limpió una lágrima que caía por mi mejilla y yo quise creerle, quise apoyarme en él, pero tengo tanto miedo de que me apuñale por la espalda de nuevo. No quiero sentirme de esta forma otra vez. Por eso salí corriendo de allí y me encerré en mi agujero de paz.

Subo las escaleras rumbo a mi habitación tratando de hacer el menor ruido posible. No quiero que mis padres se despierten y descubran la razón de mi temprano regreso. Cuando mi padre me dejó en la fiesta, me dijo que estaba orgulloso de que ampliara mi grupo de amigos, que hiciera socialización. No puedo ni imaginarme lo que diría si me viera ahora.

Mientras me cambio y aplico crema humectante sobre los magullones, rememoro lo último que le dije a Mittchell, o lo que debería haberle dicho. Le pedí que me dejara en paz. Relacionarme con él es peligroso para mí y para mi salud mental. Pero al mismo tiempo no quiero hacerlo. Muerdo mi labio con impotencia. No tengo por qué estar pasando por esto.

Ya cambiada y con banditas puestas, me meto en la cama y me tapo con el edredón hasta la cabeza. El celular vibra en mi mesa de luz, anunciándome que tengo nuevos mensajes, pero poco me importa. Mañana podré explicarle a Evi la razón de mi fuga, si es que no la recuerda por la resaca, o ya se habrá enterado por los videos virales. Por un instante, me pregunto cuánta cantidad de likes recibirá el abuso a una menor. Eso ni siquiera debería ser una diversión.

Con las lágrimas picando en mis ojos, me giro y quedo viendo la ventana. La luna está partida por la mitad, y no puedo evitar pensar en la cursilería de que yo también lo estoy. Esta noche me han partido por la mitad, me han quebrantado, y no sé si pueda recuperarme de eso. Mi móvil tintinea con el tono de llamada que le he puesto a Mittchell: All the single ladies de Beyoncé. Apresurada, bajo el volumen y cuelgo con el corazón a mil.

No puedo contenerlo más. Puedo pretender que soy fuerte, pero tengo mis momentos de debilidad y me han pegado duro. No tengo ánimos de contestarle, solo quiero dormir y olvidar que esta noche existió.

No obstante, él insiste, y al no cogerlo, me deja un mensaje de voz. Me digo a mí misma que lo eliminaré, pero algo en mi interior me lo impide y acabo presionando el número de escucha.

Hola, Cerecita. ―Se hace una pausa silenciosa en la que escucho su respiración entrecortada, como si estuviera conteniéndose de decir algo―. Siento mucho lo que ha sucedido, aunque ya te lo he dicho. Quiero que sepas que nunca fue mi intención que te lastimaran de esa forma. Avísame si necesitas algo, por favor. Me preocupas. Llámame en cuanto puedas.

La voz robótica anuncia que el mensaje ha terminado, pero no puedo sacármelo de la cabeza porque no puedo creer que haya dicho esas palabras.

Afortunadamente, deja de enviarme. Soy una masoquista y leo su chat, el cual refleja lo que acaba de expresarme. Sé que le aparecerá la doble marca celeste, pero ahora no me importa. Hoy ya nada tiene relevancia para Bárbara Sucker.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now