La enfermera sexy robapadres

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Bárbara


Vamos a parar a un piso repleto de tapabocas, manos manchadas de sangre y vestidos celestes de cirugía. Trago duro cuando paso por delante de una mujer lamentándose por la muerte de su marido.

―¿Estamos en la planta correcta? ―consulta Mittchell a mi lado, completamente consternado. Ver tanta sangre no puede ser bueno para alguien en sus condiciones. Para nadie en realidad.

―La placa del elevador dice que sí. ―murmuro. Finalmente, luego de tantas vueltas por los pasillos, damos con un par de consultorios, muy escondidos entre los pasillos en forma de cruz. Un hombre, el que la doctora mencionó que nos encontraríamos, está esperándonos en la puerta.

Nos sonríe y nos hace pasar. Le entrega una bata y le indica que pase a cambiarse. No puedo evitar reírme un poquito cuando sale, sujetando sus partes bajas. La tela ya ha comenzado a humedecerse por el líquido rojo.

―Señorita, pase por aquí. ―me llama el doctor. Casi me había olvidado que no podía estar en la misma sala de estudio.

―Ni se te ocurra dejarme solo. ―amenaza Mittchell. Ya está recostado en la imponente camilla y sus ojos denotan miedo puro. Hasta pena me da.

―Estaré detrás del vidrio. Protocolos del hospital.

Salgo trotando apenas veo que hace un mohín. Si no han visto las caras que hace Mittchell, entonces no podrán entender lo que sentí. Me tiemblan las manos con ganas de sujetar las suyas. Por Dios, es solo un estudio médico, con altas posibilidades de fracaso. Mierda, gastará un dineral para que el resultado sea inconcluso.

―Por lo que veo, quizás sea glomerulonefritis, pero tengo que ir más a fondo.

Me quedo boquiabierta. ¿Globiqué?

―Es la inflamación del sistema de filtración de los riñones.

Hago una mueca pretendiendo entender y continúo mirando a mi compañero postrado en esa cama. Sus brazos no se quedan quietos, ajusta los cordoncillos de la bata sobre su pecho o se la baja para tapar su intimidad. Ya la he visto y con la primera vez he quedado traumatizada.

―Bien, puede relajarse, señor Raymond. He terminado. ―anuncia el médico a través de un parlante. Mittchell se levanta y se repasa las piernas. Su piel es un río de piel de gallina.

Rayos, ¿por qué tengo tanas ganas de abrazarlo?

Camino hasta donde está y lo ayudo a bajar. Tiene la cara contorsionada por la molestia y rebusco en mi bolso una pastilla. Quizás mitigue las molestias un rato.

Al salir, se la entrego junto con un vaso de telgopor blanco. Él hace fondo blanco y tomamos asiento en las butacas negras, de aspecto más cómodo que las anteriores, a esperar el veredicto final, el cual debemos entregarle a la doctora que nos atendió en primer lugar. Se lo ve abatido, triste me atrevería a decir.

En este momento, me arrepiento haber hecho ese deseo y haberlo condenado de esa manera.

―¿Crees que descubran que tengo Andrés? No me habrá crecido un útero, ¿o sí?

Ok, ya no me arrepiento en absoluto.

―Ya hablamos sobre esto. Tu organismo debería haber mutado de alguna forma, cosa que por ahora sabemos que no hizo. Y no, no retomemos la charla de los bebés, por favor.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now