𝒞𝒜𝒫𝐼𝒯𝒰𝐿𝒪 𝐿𝒳𝒱

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𝓒𝓐𝓡𝓛𝓞𝓢

    —Charlie —llamo la atención de mi compañero—. ¿Crees que Layla me esté poniendo los cuernos?

Escucho como el monegasco comienza a toser. Le doy unas palmaditas en la espalda y él se levanta a coger una botella de agua.

—¿Qué? —pregunta con un hilo de voz—. ¿A qué viene eso?

—No lo sé —niego—. Lleva unos días muy rara, desde el día que vomitó.

—No creo que te esté poniendo los cuernos, Carlos —me mira—. Te quiere mucho, no sería capaz de hacerlo.

—Ya...eso mismo pensaba de Isabel —me froto las manos despacio—. Y mira, sorpresa que me llevé.

—Layla no es como Isabel.

—Lo sé, y por eso quiero creer que no lo está haciendo —me miro las zapatillas—. Pero, desgraciadamente, esa inseguridad sigue conmigo.

—Yo no sé nada —me mira y en sus ojos veo sinceridad—. Y si lo supiera sabes de sobra que te lo diría.

—Es que no sé qué pasa —me echo hacia atrás en el sofá y echo la cabeza hacia tras—. Está muy rara conmigo. Me rehúye. A pesar de que trabajamos juntos, casi no nos vemos. Ya ni siquiera dormimos juntos —suelto un suspiro—. Y ahórrate la broma o el comentario porque no lo digo en ese sentido.

—No iba a decir nada —se ríe.

—Por si acaso —le advierto.

—¿Por qué no la preguntas directamente?

—¿Y qué debo preguntarla precisamente? —enderezo la cabeza y lo miro—. Oye, Layla, ¿me estás poniendo los cuernos?

—No —pone los ojos en blanco—. Pero sí deberías preguntarla si hay algún problema y si puedes ayudar.

—Ya lo hice, pero siempre me dice que no pasa nada.

—Pues eso es que ocurre algo —me da unas palmaditas en la pierna.

—Ya, ya, ya sé que pasa algo —pongo los ojos en blanco—. Me puedo empanar, pero no soy tonto.

—Te diría que cotilleases en sus cosas, pero eso no está bien.

—Créeme que lo he llegado a pensar o a planteármelo —lo miro—. Pero no está bien. Sería invadir su intimidad y no está bien. Yo no soy así y tampoco quiero serlo.

—Entonces solo te quedan dos opciones: esperar a que ella te lo cuente o insistir para que te lo cuente.

Miro a mi compañero y asiento con la cabeza. El monegasco se levanta y sale de la sala de descanso dejándome solo. Muevo la pierna con nerviosismo mientras me froto la frente. Saco el móvil del bolsillo y llamo a Layla. Ella no lo coge y comienzo a ponerme aún más nervioso.

Salgo de la sala de descanso y bajo hasta su oficina. Llamo y, al no recibir respuesta, intento abrir la puerta, pero esta está cerrada con llave. Frunzo el ceño. «¿Se habrá vuelto a ir apresuradamente a Pembroke?»

Subo hasta la oficina de Binotto y entro sin llamar. El ingeniero se encentra mirando unos papeles y al notarme, me mira.

—¿Qué puedo hacer por ti, Carlos?

—¿Sabes dónde está Layla?

—Ha tenido que salir un rato.

—¿Te ha dicho a dónde?

𝐵𝑂𝑅𝑂𝐽𝑂Donde viven las historias. Descúbrelo ahora