Capítulo 53

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Era consciente de la edad que tenía. Era consciente de la etapa en la que me encontraba. Era consciente de la vulnerabilidad que las personas percibían en mí.

Una chica adolescente. Una chica sin experiencia en la vida. Sin nada qué contar. Sin consejos viables que dar. Sin ninguna vivencia de la cual transformar en aprendizaje.

Era una chica normal. Una niña.

Una niña que no había pasado a la adolescencia. Y que tenía que madurar, ahora. Ya.

Mientras observaba el dormir de Rubén a mi lado, tragué con fuerza, sintiendo decepción de mí misma. De lo ingenua que fui. De los riesgos a los que me metí por mi propia voluntad. Por pensar que todo el mundo era color de rosa cuando en todos lados, a cada segundo, había evidencia fidedigna de que no era así. De que tenía muy en claro de que la maldad humana tocaba el hombro de cada persona y era nuestra obligación ser advertidos, tener los ojos bien abiertos para evitar fatales acontecimientos; y si bien algunas veces estos sucesos eran inevitables, ya fuese por razones externas o no, otras podían evitarse.

A lo que llevaba a mi maldita terquedad. A mi ceguera.

A mi estupidez.

Pasé una mano por mi rostro, inhalando profundamente y tragando con fuerza el nudo que había en mi garganta. ¿Por qué tuve que seguir con esto? ¿Por qué no di un paso atrás desde el momento en el que sentía que algo no iba bien? ¿Por qué no reconocer las señales desde el primer momento y evitar algo que era bastante obvio?

¿Por qué ignoraba tanto?

Porque no tenía ningún apoyo. No tenía ningún respaldo que me dictara el desastre que estaba por desencadenarse. Porque confié. Porque a pesar de las advertencias que me habían dado, decidí creer. Decidí cerrar los ojos y caer del acantilado teniendo la creencia de que abajo, había un enorme comodín que me salvaría de morir.

Pero no era así. No había una cama hecha de algodón. No había rosas suaves en las que aterrizar.

Había agua. Había suelo. Había espinas que se clavaban en la piel hasta sangrar.

Y como todo, como siempre, tenía que aprenderlo a las malas. Ahora tenía que sacarme de aquí, también a las malas.

Quitando con cuidado el brazo que rodeaba de manera posesiva mi cintura, me levanté tan pronto como mi cuerpo me lo permitía. Ahogué un jadeo de dolor y recogí la ropa que había en el suelo porque la entrepierna me escocía, el estómago me dolía y las piernas me temblaban. Rubén no había sido para nada gentil: se había comportado como un maldito salvaje, un neandertal que me había sacado lágrimas en medio de quejidos de dolor que él había ignorado por completo.

No sentía mi piel en ese momento. Me dolía el solo respirar y por si fuera poco, eso no me importaba ya. No veía mi cuerpo y no quería verlo porque estaba seguro de que las marcas en mi piel no se quitarían hasta dentro de unos días. Muchos días.

Tampoco era como si me importara en este momento.

Tomé el móvil con las manos temblorosas cuando por fin lo encontré entre la poca luz que el exterior me dejaba ver y salí casi corriendo de la habitación. Ya no me importa nada. Quería salir de ahí. Quería escapar de ese lugar.

Quería irme y no volver jamás.

Y mientras trataba de encontrar desesperadamente señal en mi teléfono, además de marcar repetidas veces el número de mi padre, mi amiga o alguien que pudiera ayudarme, una de las tantas puertas del pasillo llamó mi atención. No la puerta en sí, sino lo que la abertura me dejaba ver. El color. El objeto obstruido.

VIGILADA |RDG|Where stories live. Discover now