Capítulo 7

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Aunque a ver... hablé antes de tiempo. No se acercó, pero porque lo que hizo fue ir a por Luis y se encaró con él.

- ¿Qué haces, tío? No se tira un pelotazo a la cara del portero, joder – le recriminó, empujándole.

- Relaja, tío. Que aprenda a parar un balón. Si no, que no juegue – contestó Luis y le dio la espalda.

            No es que yo necesite que me defienda nadie, ¿vale? Pero... os voy a ser sincero: saber que Pablo sí que se preocupaba por mí hizo que dejara de dolerme todo. No se acercó. Vale. Pero después de echarle la bronca a Luis, se giró y me miró, como diciéndome: estás bien, ¿no? Es que hasta asentí, con una sonrisa de gilipollas dibujada en la cara.

- ¿Qué haces? ¿A quién sonríes con esa sonrisa de pirado? – me dijo María. Ella siempre tan oportuna. Gracias por romper nuestro contacto visual.

- A nadie. No estoy sonriendo. ¿Qué dices? – mentí, exageradamente.

            Como es obvio, me quitaron de portero y se puso Almudena que, sorprendentemente, paró todo lo que le lanzaron. Yo, por más que lo intentaba, era incapaz de dar dos toques seguidos, y los balones aéreos me daban pánico. María, por otro lado, comenzó a tomárselo en serio y a repartir patadas a diestro y siniestro. ¡Si hasta metió un gol! Mi problema, a parte de ser la persona más torpe del universo conocido (y seguro que del desconocido también) era que me distraía Pablo. No podía dejar de mirarle... y pensar en el vestuario, y en sus calzoncillos de tela. Y claro, le veía con esos pantalones cortos, corriendo de un lado a otro, y marcando ese culo perfecto, que era como el melocotón de Whatsapp... ¿Cómo pensaban que podía jugar bajo semejantes condiciones? ¡Es que vamos! ¿A quién se le ocurre?

            El cielo comenzó a nublarse y, cuando quisimos darnos cuenta, estábamos corriendo al interior del colegio mientras sonaban truenos a lo lejos y la lluvia lo empapaba todo. Puta mala suerte que diluviara justo cuando iba a empezar el recreo. El olor a tierra mojada lo embriago todo en un segundo. Nuestra tutora nos pidió que pasáramos el recreo dentro de clase. Mi cara todavía estaba roja del pelotazo, pero no había vuelto a hablar con Pablo desde el momento incómodo de los vestuarios. Joder, seguro que le daba vergüenza ajena. Mientras cada uno se enfrascaba en su propio móvil, yo me senté en una de las mesas cerca de la ventana. Una brisa suave y fría entraba y me acariciaba la cara, mientras la hundía entre mis brazos. Tampoco quería hacer mucho más. María no dejaba de mirar Instagram, Luis y Lope miraban no se qué youtuber... y, bueno, es que me da igual realmente lo que hiciera cada uno con su vida. Pereza. No quería darme la vuelta. No quería ver lo que hacía Pablo. Seguro que estaba con Almudena o con Alba, la buenorra de la clase... o con las dos a la vez. De hecho, seguro que lo había hecho ya con las dos. Pensar en ello hacía que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Imaginar que otras manos que no fueran las mías tocaban a Pablo... No. Eso no podía pasar, joder. ¡NO PODÍA PASAR!

- Qué tal la cara.

            Me tensé en un microsegundo y me giré para ver a Pablo sentado sobre mi mesa, mirándome, con un aire entre preocupación y... ¿qué era lo otro? ¿Lástima?

- Bien, bien. Ya no me duele... mucho.

- Sigues con la frente roja, tío – y me la acarició. La frente, cerdos. La frente. Y yo... me desinflé. Como un globo que pierde aire y sale volando en todas direcciones. Tuve que agarrarme a la silla, os lo juro.

- Sí-sí-sí. Bueno... ya se irá yendo.

- Luis es un poco gilipollas, así entre tú y yo – me confesó.

- ¡No! No me había dado cuenta – respondí, sarcástico.

- Menudo día más guay, ¿no? – dijo, mirando por la ventana.

Alguien para tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora