Capítulo 12

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El señor Perkins si hubiera sabido cómo estaba el humor del lord Floyd, habría sido más cauto o cualquier idea de que tuviera en la mente, se esfumaría de un plumazo. Fuera como fuese, cuando el caballero en cuestión bajó los escalones, con el ceño fruncido y una línea tensa en los labios, señales más que probables de que no estaba de buen humor, lo abordó. 

- Disculpe, milord, ¿podría hablar con usted?

El resoplido resignado de Ansel, tampoco le dio entender de que era mejor no molestarle.

- ¿De qué se trata, Perkins? - preguntó, aún estaba inquieto por lo ocurrido en la alcoba de su esposa. Inquieto, rígido y frustrado.

El aludido se aseguró de que no hubiera oídos detrás de ellos o cerca, ya había demasiados cotilleos para alentar otros más. Carraspeó y se puso recto para darle un aire más serio a su actitud.

- Es sobre la señora. No me concierne a mí decírselo, pero dado que me siento responsable de la servidumbre y de los asuntos de la casa, tengo la responsabilidad de hacerlo.

A él se le estaba empezando a perder la paciencia. Era mencionar su esposa, tensarse más de lo que estaba, recordándole de que estaba siendo un inconsciente y una cabeza de chorlito respecto a ella. Le quitaba y le dominaba su razón de ser, cosa que había decidido no permitirle ese poder sobre él. Sin embargo, no razonaba cuando estaba cerca de ella. Le llevaban los mil demonios.

-Cuéntame lo que ocurre.

- Los rumores - tuvo el reparo de sonrojarse - están en boca de todos. Su ausencia en la casa, que no soy quién para decirle lo que debe hacer o no porque no soy su padre, sino un humilde empleado, está provocando que la señora esté más alicaída y no salga mucho de su habitación.

- Ayer salió de la casa - soltó a bocajarro y se rascó el ceño, la incomodidad se acentuó.

No podía ignorar como la sensación parecida a miles de mordisquitos empezaba a extenderse por su piel. 

- Precisamente porque se siente sola, aceptó la invitación.

Floyd negó con la cabeza y colocó una mano en su hombro.

- Perkins, tiene razón, no es quien para decirme lo que tengo que hacer o no con mi esposa.

- Pero, milord - el hombre, que tenía más que ajustarse a su papel de mayordomo, le hizo caso omiso -, la señora no se encuentra bien. Está en una situación delicada, que es carne de señuelo para los lobos que se aprovechan de la situación porque la ven desamparada, débil y solitaria.

Él, precisamente, no creía que estuviera desamparada, ni mucho menos débil. Es más, seguía, desafiándolo, jugando con él y poniéndolo en contra de las cuerdas con el porte de una reina, sin llegar a perder la corona, que no tenía, pero se reflejaba en sus hermosos cabellos de ébano. ¿Qué hacía él? Intentaba no caer de nuevo en su embrujo. Pero esa misma mañana, se había visto que no era indiferente a ella. Por poco, su control casi se hacía añicos como una copa que alguien invisible trataba de resquebrajarla bajo la presión de sus dedos. Tropiezo que no volvería a cometer si le quedaba aún aliento. Sabía que si lo hacía, estaría perdido para siempre. Perdido y muerto. No obstante, el hecho de que otros hombres la acecharan como lobos hambrientos le provocaba más tensión en el cuerpo, de la cual tenía que desquitarse. Concretamente de uno en especial. ¿Por qué tuvo la genial idea de enamorarse? Cierto, eso no se podía controlar, pensó amargamente.

- ¿Eso es todo? 

- Sí, milord.

- Procure en centrarse en otros asuntos, Perkins.

Asintió, y sin decirle más, salió de la casa, tratando de que cierta imagen que se había creado en su mente, no lo incordiase todo el día. Sin embargo, se equivocó. 

***

Ni los besos que sentía lejanos, ni las caricias avariciosas que notaba en su cuerpo, lo pudieron distraer de las imágenes creadas por culpa de la preocupación paternal de Perkins y de las escenitas que protagonizó su esposa con el amor de su vida anoche. Era como si hubiera acostado en un césped espinoso y aún todavía tenía las espinas clavadas. Se irguió en la cama, interrumpiendo a su amante, que pestañeó ante el inusitado comportamiento de él, que empezó a meter el bajo de la camisa en la cintura de los pantalones y ponerse en pie, con los labios cerrados.

- Ansel, ¿estás bien? Desde que has llegado, te encuentro... ausente. No pareces tú.

Ausente, era quedarse corta. ¿Habría conseguido la bruja de su esposa volver a atraparlo? No, no, no lo quería ni planteárselo. Sin embargo, la actitud taciturna con la que había llegado no era la mejor que una amante podía desear.

- Lo siento. 

- ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho tu esposa para que estés así? - con un nudo en el corazón, se acercó. 

- ¿Qué es lo que no ha hecho? - se llevó las manos a la cabeza, notándose agobiado -. Me desespera, me desquicia.

Eso precisamente no era lo que quería escuchar. Esa mujer tuviera ese efecto en él, la martirizaba porque seguía pensando en ella. 

Eso significa y significará que estaré en sus pensamientos mientras yace con usted. Eso, señora Savage, no se lo desearía a mi peor enemiga.

¡Maldita fuera! Haría todo lo posible para que él pudiera olvidarse de ella, sin embargo, no contó con un factor: la decisión de él, volviéndolo todo al revés.

- He estado considerando que es mejor que regrese a casa. 

- ¿¡Por qué?! ¿Acaso te ha pedido que regreses a ella? Te seguirá manipulando, usándote como a un títere para su conveniencia. ¿No te das cuenta?

- No me lo ha pedido.

- Entonces, ¿quieres que te destroce aún más?

Ansel alzó la cabeza con el ceño arrugado. 

- No es que me destroce, pero la situación se me ha escapado de las manos y no quiero empeorarlo más, hasta que encuentre otra solución más favorable para ella y para mí.

- Querrás decir el divorcio. ¿O todavía esa opción no cuenta en tus planes?

Su falta de respuesta, la hirió, profiriendo un jadeo de horror y de indignación.

- Pues vete, vete con ella y sigues sufriendo como el perro que ella quiere que seas. Te tirará de tu elegante y costoso collar para que estés a sus pies. Ella ordenará, y tú le seguirás con la lengua para fuera, suplicando por su atención cuando lo único que te dará, serán unas pobres migajas de consolación mientras a otros les regalará sus besos. 

El hombre apretó los puños en sus costados, pero no retrocedió en su decisión. 

- Florence, lo siento - le dolió ver que con su discurso no lo había persuadido ni un ápice -.Pero no puedo evitar sentir de... que estoy haciendo mal las cosas.

-Las ha hecho desde que te engañase y te casaste con ella.  Más, lo siento yo por pensar que tendría más dignidad y orgullo. ¡Vete! - abrió la puerta sin dignarse a mirarlo -. Si tienes la locura de volver, no te aceptaré tan fácilmente porque me suplicarás por cada segundo que estés con ella y te des cuenta de que por ser un pusilánime, has perdido a una mujer que  sí que valía la pena y te respetaba. En ese día lo lamentarás.

- Descuida, no lo lamentaré.

Ansel cogió la chaqueta y salió del dormitorio, dejándola a ella completamente sola. 

Rumiando por la rabia de que la otra le hubiera ganado, la llevó a unos extremos de locura, destrozando lo que tenía  cerca de ella. Daba igual que fuera una figura de porcelana o una silla. Por más que tirara cualquier objeto, lo destrozara o lo volcara, la rabia no disminuía. Solo hubo un momento de lucidez, en el cual, se juró que se iba a encargar de que su amante se arrepentiría, y mucho, de su estupidez, no sin antes de demostrarle cuánto se había equivocado en dejarla por la otra.

 Iba a suplicarle de rodillas, de eso estaba segura. Ella se aseguraría bien de ello. 




Me odiarás   © #3 Saga MatrimoniosWhere stories live. Discover now