Capítulo 26

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Siempre me consideré fácil de sorprender

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Siempre me consideré fácil de sorprender. Me resultaba tan sencillo encontrar la belleza de lo que me rodeaba y dejarme ensimismar por la misma cuando descubría algo nuevo en un segundo vistazo.

Un buen ejemplo de esto sería el conejo que se forma, gracias a las sombras, en la superficie de la luna, cosa que había notado por Shawn y ahora no podía dejar de apreciar. O la cantidad de veces que el microondas emitía aquel pitido insoportable para avisar que ya había terminado su trabajo: eran siete en total.

El punto es que, a pesar de mi capacidad para recibir una sopresa —y esto solo se debía a que siempre intentaba mantener mis expectativas bajas—, absolutamente por ninguno de mis nervios cerebrales se pasó la idea de aquel trágico escenario. Y sorprendida era un término incapaz de abarcar todo lo que estaba sintiendo.

Vi reflejados mis propios ojos en el rostro ovalado de Lana Ross, mujer a la que no había visto en siete años. Que había desaparecido de mi vida de la forma en la que yo aparecí en la de ella, que tuvo la insensibilidad de dejar un desastre tras su partida y no intentar repararlo. Que después de un largo tiempo, había tomado la decisión de regresar.

Por un par de segundos, que se me hicieron eternos, me dediqué a examinarla. Su rostro seguía intacto, con un par de pómulos redondos y mentón fino. A pesar de las arrugas que rodeaban sus ojos y las comisuras de su boca, el aire infantil y enérgico se mantenía firme en su semblante.

Fui testigo de como sus ojos se cristalizaron y como sus pies se movieron en mi dirección. Al fin encontré mi voz, que salió áspera y seca.

—Aléjate.—Extendí mi palma abierta en una clara señal de distancia.

Esa única palabra fue suficiente para que el torrente de emociones que se batallaba por salir de mi pecho, drenara.

Las lágrimas corrieron de mis ojos, apresuradas y calientes. No sabía a qué se debían; tal vez a la impotencia, la nostalgia, el pasmo o todo junto.

—Hija...—mumuró, parándose en seco. La falda tubo forraba sus piernas, le daba ese estilo de mujer de negocios que parecía persistir a través del tiempo.

Abrí la boca un par de veces, pero nada salía de ella. Lana me miraba a través de la habitación, junto a la encimera, arrugaba el rostro con dolor, o eso me pareció ver entre tanto desespero. Su coleta alta y apretada se agitó de un lado a otro cuando reanudó el paso.

—Estás tan hermosa y grande—alcancé a escuchar. El timbre cristalino y delicado de su voz me recordó a las canciones que solíamos cantar cuando salíamos de viaje juntas.

Antes de que pudiera evitarlo, sus brazos largos me rodeaban en un abrazo que pretendía unir los trozos que no se habían unido en años. Estuve tentada a dejarme caer y resbalar como las lágrimas que emanaban de mis ojos; sin embargo, con la voz entrecortada pero firme, logré hablar de nuevo.

No me iré hasta que te enamoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora