Capítulo XLVII: Érase una vez, un espíritu segado

273 29 13
                                    

Estela Brown estaba vacía por dentro. Sola, olvidada, relegada, rota.

Y ese nombre... Su propio nombre, le había llegado a parecer un espejismo cuando, en el empeño por no olvidar su pertenencia al mundo, lo repetía incansablemente para recordarse que alguna vez alguien la había querido lo suficiente como para asignarle una identidad digna.

Una identidad digna. ¿Cómo se sentía tener dignidad? Ya no lo recordaba. Llevaba siglos, según creía, bajo ese tormento interminable. Le parecía extraño no ser una anciana para entonces. ¿Sería, acaso, una secuela de haber sido utilizada por Neriza? ¿Volverse joven eternamente? No se le ocurría una ironía más macabra. No quería vivir un año más; mucho menos cincuenta o cien. Si no se había suicidado aún, era debido a la escasez de fuerzas de las que disponía para hacerlo. Apenas podía sostener la cabeza erguida unos segundos antes de tener que apoyarla sobre la piedra. De seguro que si hubiese querido reventársela, no habría conseguido ni siquiera hacerse un morado. A ese punto llegaba su debilidad.

La vulnerabilidad física, sin embargo, no era lo peor. La soledad en la penumbra suele volverse traicionera cuando pasan los años; y lo que antes fue alivio y descanso del padecimiento generado por sus torturadores, se convirtió en un inexorable y absorbente caos de irrealidad. A veces creía que estaba enloqueciendo. Las voces de sus recuerdos se trasladaban a los rincones sombríos a su alrededor, y en alguna ocasión hasta se encontró con algún fantasma de su pasado acechándola, mirándola con ojos distantes y obcecados en la silenciosa observación. Aunque les gritase y rogase, nunca hacían otra cosa. Ni para aliviar su monotonía, ni para darle un poco de estabilidad a su alma martirizada.

Si es que, realmente, aún tenía alma. Había llegado a dudarlo. Tanto tiempo que pasó a merced de Neriza, cometiendo sus mismas atrocidades; sintiendo arraigarse en ella su mismo odio y deseo de destrucción... la misma macabra necesidad de ver correr la sangre y atizar el terror en los demás, no pudieron dejar atrás más que un pozo insondable, oscuro y desierto allí donde debió haber espíritu y energía vital. Quien no hubiese estado en la mente de la diosa de la muerte: oído cada uno de sus pensamientos y deseos, sus intenciones y ambiciones, no habría perdido la humanidad, el sentido de la vida y la esperanza tan rápidamente como Estela. Y, además, ¿qué le quedaba en ese mundo? Su familia llevaba años extinta; la Tierra, seguramente también. Aún si, algún día de dudosa existencia, a Neriza se le ocurriese liberarla, no sabría a dónde ir, o qué hacer con su libertad. Demasiados años había pasado en cautiverio como para atreverse a pensar en otra cosa. Es fácil que lo más bello de la vida acabe por marcharse de la conciencia si  lo que se reitera infinitamente no es más que dolor, derrota, humillación y suplicio. Las cuatro palabras favoritas de Neriza; los únicos conceptos que pretendía que su juguete favorito experimentara. Si no la conociera tan bien, Estela se habría preguntado por qué la odiaba tanto. Pero Neriza no odiaba; eso era lo más peligroso de ella. Tampoco sentía deseos de venganza. Propagaba el terror por diversión: como una forma de satisfacer su carácter frívolo y sanguinario. Como una auténtica demente, o una pesadilla encarnada.

El encuentro con la señora Luthor revivió en Estela algo que no había sentido en mucho tiempo. Ese vector con su pasado; con una época que parecía nunca haber ocurrido, hizo que un pequeño latido, remoto pero no muerto como pensaba, renaciera en lo hondo de su pecho. Era una chispa que ardía como pocas cosas en este mundo. Una ínfima muestra de esa energía que enajena a las personas; que las mueve y las hace cometer locuras. Esa fuerza vital se esparció por su cuerpo de forma insospechada, asustándola en un principio, ofuscándola más adelante. ¿Qué derecho tenía esa persona  a ser recordada tan cálidamente? La había abandonado a merced de Neriza, ¡y ella había sido la razón de su sufrimiento! ¡Ella y nadie más! ¿Por qué ahora la añoraba y se alegraba de que siguiese viva, cuando tantas veces, amarrada a una mesa de tortura o acurrucada y helada hasta el fondo de los huesos al olvido del calor y de la luz, odiarla había sido lo único que la mantuvo cuerda?

Nuevos comienzos-  II Parte (Supercorp)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant