Cartas del pasado

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Emma se había olvidado de cómo sonaba la voz de Ingrid. Un dulce y peligroso susurro.

De repente, el mundo parecía desmoronarse en un temporal de verano. Ella había jurado que su madre iba a tardar mucho tiempo en regresar, lo que sería injusto, pues se las estaba apañando bien desde que había conseguido estabilizarse en el empleo del Hotel Hopper. Algo que a Emma le gustaría era no volver a ver a su madre de nuevo, al menos a la madre que sabía que tenía, una Ingrid dispuesta a mentiras y farsas para conseguir lo que quería. Emma odiaba pensar que a causa de la personalidad de esa mujer un día fue, prácticamente, abandonada como un plan que sale mal. Por un lado, Emma pensaba que haber vivido sola la mayor parte del tiempo había sido lo mejor que el destino pudo ofrecerle, en lugar de tener que convivir con Ingrid. No era el momento oportuno para pensar en la vuelta de su madre a Mary Way Village como si nada hubiera sucedido. La sensación que tenía Emma era injusticia, como las muchas que ya había sufrido en su vida. Una más.

La cabeza de Emma se hundió cada vez más en el cojín del sofá, y la voz de Ingrid sonaba cada vez más distante al otro lado de la línea.

‒ ¿No estás feliz con la noticia, querida? Juntas otra vez, ¿no es fantástico? Quiero pedirte algo. No le cuentes a nadie que estoy de regreso, sé que suena extraño y que, ciertamente, quieres gritar de alegría, pero ten calma, ¿está bien? Llegaré de sorpresa, sobre todo porque dependo de algún dinero para salir de aquí‒ le dijo Ingrid a la hija.

La sensación de la muchacha era tan mala que comenzaba a rezar por estar dormida y que aquello fuera una pesadilla. Sintió algo tan fuerte y pésimo solo de pensar en la idea de volver a vivir con su madre, que la fuerza de ese sentimiento la dominó. Necesitaba desahogarse.

‒ ¡No quiero que vuelvas! No quiero verte nunca más, ¿entiendes? No eres mi madre, solo eres una oportunista, casi acabaste con mi vida y la de mucha gente en esta ciudad. No es posible que tengas el valor de llamarme y de no pensar en pedirme perdón por todos los años en que he vivido sola en esta casa. No vengas con esas de que vamos a vivir juntas de nuevo, Ingrid‒ dijo la muchacha sin darse cuenta de lo mucho que había alzado la voz.

Ella gritó, tirando a lo lejos el teléfono, que se estrelló contra la pared, quedando solo pedazos de plástico en el suelo.

Emma se levantó furiosa del sofá. Subió las escaleras llorando y tuvo ganas de hacer una cosa muy importante cuando llegó al baño de su dormitorio. Revolvió todo lo que había en el armario: tinte, pincel y pinzas. Era suficiente. Diseminó todo sobre el lavabo y se miró en el espejo. Sus ojos parecían dos bolas de fuego quemando el verde, su rostro estaba enrojecido, Emma apretaba los dientes. El pelo no estaba tan descolorido como para tener que hacer el ritual de teñido otra vez en aquel mes, pero, sin embargo, necesitaba quitarse cualquier vestigio de la madre que viera en su cuerpo. El cabello era el mayor de ellos. Eran dorados y ondulados antes de descubrir que podía cambiarlos.

La muchacha tomó aire, se enjugó las lágrimas que descendían por las mejillas y mezcló el tinte. Comenzó despacio, primero los lados, después la parte de arriba, y finalmente la totalidad. Le llevó una hora entera, su cabello estaba mucho más largo desde la última vez que lo había cortado.

El olor a tinte se había impregnado en su nariz cuando regresó al cuarto. Tardó al menos una hora, caminando de un lado a otro, trastornada, pero una punzada de tristeza la hizo parar y el tiempo en que no tenía a nadie volvió a su mente. Durante un tiempo su abuela estuvo presente, pero no tanto como Emma quería y necesitaba. Emma no era una persona con suerte. En el baño, mientras la tinta se iba por el desagüe, la muchacha pedía un milagro y que Ingrid no regresara. Jamás la perdonaría por haberle estropeado la mejor tarde de sus últimos días.

Íntimamente EmmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora