CAPITULO 38

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Las mentiras y secretos no acaban, no ceden y tampoco perdonan

Kaleb

La ira emerge y ondea por mi torrente sanguíneo como veneno corrosivo que destroza y quema cada arteria y vena a su paso. Sin embargo, mi pecho se mantiene oprimido sin poder liberar el desquite que no hace más que amargarme la existencia.

Bajo del auto y entró a mi propiedad vigilada discretamente por cientos de mis hombres en toda la zona, absorbo el clima de Nueva Orleans y pido que no me aborden con nada, apenas salgo del elevador que me lleva varios pisos abajo.

Es de mis mejores casas de seguridad y no es un secreto que nosotros los vampiros nos la jugamos por medio de túneles subterráneos que albergan colmenas y de mas. Se ha perdido la costumbre, pero sirve de mucho para ocultar lo que ojos ajenos no deben encontrar.

Apenas cierro los ojos un segundo cuando Agnes aparece, esa chiquilla que me encontré moribunda por ahí, con la sangre emergiendo de su boca a causa de una cortada en la garganta que le estaba quitando la vida. Su cuerpo violentado y deteriorado no era más que un saco de huesos inservibles y la habían arrojado a la basura como una rata.

Solo por la atracción del dolor en sus ojos aguarde y le hice la oferta que no dudo en tomar, su odio por una venganza era tan grande que no le importo aceptar un trato que la haría prisionera para siempre. Con el tiempo ese deseo se hizo más fuerte y de entre todas las damiselas, ella tiene mi preferencia ganada. Simplemente tiene lo que me alimenta, odio y avaricia.

—Sire.

—Ahora no —la evado siguiendo mi camino.

Mis dedos se aprietan y mis garras se clavan violentamente en mi piel, ellos saben que no es el momento de abordarme, ni siquiera dirigirme la palabra.

Tan pronto me encierro en la cámara principal del laboratorio, arraso con todo lo que tengo a mi alcance. La lámpara cae al suelo haciéndose añicos y destrozó el montón de papeles que se esparcen por todo el espacio.

—¡Maldita seas hija de perra! —vuelco la mesa metálica «vas a sufrir Monica... juro que lo harás».

No controlo mis impulsos, las ganas de destruir absolutamente todo hasta el suelo que piso. Dobló los bancos y los frascos de vidrio se revientan. Una risilla en el rincón me frena al tiempo que mi pecho duele y tengo que apoyarme en algo sólido para soportar el borde del colapso de mi corazón frágil.

—¿Y tu de que carajos te estás riendo? —espeto enardecido volviéndome hacia él, quien yace encadenado a la silla, trabajando como prisionero.

Verlo tan solo enciende ese desprecio asqueroso por el otro y mi mandíbula cruje captando su patética sonrisa. En este instante lo único que quiero es arrancarle el maldito corazón del pecho para ver su cara de dolor y obtener una dosis de satisfacción aunque jamás será suficiente a comparación con la que pronto he de conseguir.

—¡Di de que mierda te ríes! —vuelo la mesa de metal en la que trabajaba y no se inmuta el muy hijo de perra.

Levanta la mirada sin emoción alguna y el color de sus ojos me despierta recuerdos de la mujer que atormenta mi maldita existencia como espectro en mi memoria.

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