CAPÍTULO 37: Sin Rumbo

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Siglos atrás, nació una flor del mismo color del cielo al ser golpeado por los últimos rayos del sol, era única en su naturaleza. Se decía que su semilla había sido traída de un bosque que, al comienzo de la estación de los colores, se encendía para acabar con todo a su paso, y cada vez que esto sucedía, ella renacía con él. Aquel fenómeno de la flora fue llamado Aine por el pueblo que la había visto nacer, ya que su esencia era relacionada con la fuerza y la resiliencia. Sus raíces eran tan profundas como el océano y sus pétalos se adaptaban a cualquier agresividad del clima a su alrededor.

La leyenda cuenta que nació una niña onpice en el mismo pueblo onpice de la flor Aine, la flor resistía tragedias y curaba el mal de amor con solo admirarla. La niña provenía de una familia de guerreros onpices que luchaban por la corona. Y ella no era la excepción; la pequeña era valiente y decidida en cada uno de sus pasos sobre la tierra. Su corazón era explorador y curioso, y le gustaba profundizar en cada conocimiento dentro de su mente con cada día que pasaba.

Una tarde de verano, empañada por un diluvio torrencial, la niña regresaba a casa por el mismo camino que siempre había conocido. Sin embargo, la lluvia se había vuelto tan densa que no lograba distinguir el camino frente a ella, como si el cielo mismo intentara confundirla, haciendo que perdiera su rumbo. Sin saberlo, el destino comenzaba a tirar de los hilos que cosían su futuro, modelando la onpice en la que se convertiría. La niña chocó con una enorme roca que descansaba en el centro del bosque, y uno de sus filos le abrió la cabeza, sumiéndola en la inconsciencia. Después de unos minutos en la oscuridad, la niña despertó, las densas gotas de agua golpeaban sus heladas mejillas, el cielo borroso detrás de sus ojos. Podía saborear el metal en su boca y la sangre empapando la tierra debajo de ella. La herida era profunda, y su cuerpo comenzaba a ceder ante el dolor lentamente. Sus últimos minutos en este mundo serían contemplando los pinos azules sobre su cabeza, y allí es donde moriría, en ese bosque que vería su vida extinguirse. La pequeña niña, con tan solo siete veranos vividos y muchos más por delante, levantó la cabeza y notó onza en la oscuridad de las nubes el color más hermoso tiñendo los pétalos de Aine. Con la última de fuerza que le quedaba, acercó su mano a la flor y, antes de cerrar los ojos, se encomendó a los ángeles y la tierra que había dado a luz a Aine, pidiendo que la cuidaran en su camino hacia la sombría muerte.

Días después, sus ojos volvieron a abrirse, para notar que no solo no había muerto, sino que su iris imitaba el mismo tono de purpura de los pétalos de Aine, y que sus dones habían comenzado a manifestarse. Un grupo de sanadores la habían encontrado, y al contacto con uno de ellos, su herida se había cerrado y sus mejillas habían recobrado el color. Aine no solo la había salvado, sino que le había entregado el regalo eterno de su resiliencia, adaptándose a cualquier mal que pudiese la vida arrojarle. Ahora, ella podía camuflarse de la misma manera que la flor, amplificando los dones de aquellos que la rodeaban con el tacto de sus manos, como el roce de Aine aquella tarde la había salvado. Devolviéndole la vida que ya había sido escrita en las estrellas.

El sonido seco de la puerta fue lo único que logró interrumpir mi lectura. La vida había transcurrido afuera tan rápido como el tiempo que me había llevado leer aquel párrafo de uno de los libros antiguos de la biblioteca de Albus.

El crepúsculo ya se había retirado y las estrellas habían comenzado a llenar el agujero oscuro del cielo. Afuera el mismo alboroto de los últimos días se replicaba por los pasillos, aunque yo estaba sola en aquella habitación, preparándome en silencio para el renacer de Fénix y la fiesta del equinoccio. Contando en francés, una y otra vez, intentando relajar mis nervios que podían ser percibidos por la piedra blanca que me rodeaba, garantizando que diera vuelta en círculos por horas antes de que pudiese salir de aquel castillo atestado de magia. Decenas de invitados habían llegado de distintas partes del mundo, cada uno de ellos había jurado bajo un Veritas efectuado por Helena en el cual aseguraban que no trabajaban para Drahceb ni sabían de su paradero. Mi padre junto a Rainer y Gideon habían controlado minuciosamente cada uno de los invitados, velando por nuestra seguridad.

La Pieza Inquebrantable (#1 EL MUNDO OCULTO)Where stories live. Discover now