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Aparca en la puerta de su edificio. Ya habían ido a por el coche de Volkov, y de nuevo estaban de vuelta en el departamento del pintor. En ese trayecto, apenas habían intercambiado palabra. Simplemente mantenían su mano unida en la palanca de cambios.

—¿Quieres subir? —Interroga Horacio en voz baja, lo suficiente para que el contrario le escuche a la perfección.

—¿A qué hora te vas mañana? —Pregunta de la misma forma, mirando sus dedos entrelazados.

—A las seis de la mañana—responde, con un suspiro.

Luego, levanta la vista hacia el rostro perfilado del ruso, que mantiene el ceño fruncido mientras observa sus manos.

—Venga, anda—da un apretón en el agarre, soltándolo y abriendo la puerta del copiloto para salir.

Viktor niega con la cabeza, despejando su mente. Luego, le imita y sale del vehículo. Este se cierra automáticamente cuando se aleja, siguiendo al de cresta hacia la puerta del edificio. Suben las escaleras del mismo en silencio y sin prisa, luego llegando a la entrada el departamento. Se introducen en este, cerrando tras ellos. El de pelo plateado ve lo vacío que estaba todo aquello. Aquel sentimiento invasor le hace hablar.

—Horacio—le llama aún desde la entrada.

Este ya se había deshecho de su abrigo. Se gira para mirar al número catorce, a la espera de que siga.

—Me gustas.

Esas dos simples palabras hacen que el sistema nervioso del pintor se altere. Ni siquiera Volkov lo había pensado antes de soltarlo, pero era así. Pérez permanece quieto en su lugar, con las cejas alzadas y sin palabras. El contrario, ante esto, da un par de pasos hacia delante, quedando a tan solo un metro de distancia.

—Mucho.

El pastelero traga saliva, humedeciéndose más tarde los labios. Balbucea, queriendo contestar.

—T-tú a mí también...

No suena muy seguro, y se quiere golpear por ello. Frunce el ceño, aclarándose la garganta.

—Quiero decir, también me gustas Viktor. Mucho—repite la cantidad de la misma forma que lo había hecho antes él.

Se hace el silencio, donde solo se miran directamente a los ojos. Aquel era un momento más intimo que los anteriores que habían tenido. Estaban confesándose el uno al otro a sabiendas de que en unas horas estarían a miles de kilómetros.

El más alto suspira, nervioso.

—¿Y... qué hacemos? —Se rasca la nuca, avergonzado.

El de piel aceituna puede ver cómo sus mejillas se tornan coloradas. Sonríe ente ello, dando un paso hacia delante para posar una de sus manos en su mejilla. Luego, tuerce una mueca.

—Me gustas mucho, Vik, de verdad. Pero no quiero tener una relación a distancia—habla en voz baja, con miedo.

Con aquello, el jugador de hockey se percata de que tal vez era un aviso sobre que iba a quedarse más tiempo del requerido en aquella gran ciudad. Entonces, sonríe de lado, con una mezcla de compresión y pesar. Levanta su brazo para dejar su gran mano pálida encima de la que él tiene acariciando su cara. Hace lo mismo, dejando una suave caricia en su piel.

—Lo sé—finaliza, susurrando para ellos dos.

—Pero—respira el chico—, no quiero terminar con lo que sea que es esto—se acerca más a él.

—Yo tampoco.

Poco a poco, la distancia entre los dos se reduce con una exquisita lentitud. Sus labios rozan, deseosos. Entonces, se unen con suavidad y delicadeza, disfrutando de cada roce como si fuera el último. Sus corazones laten en sintonía, desbocados.

Más tarde se separan, sin hacerlo del todo. Entonces Horacio lleva sus dedos a su cuello, dejando ahí un lenta caricia, que le hace tener escalofríos. Luego, los baja hasta la bufanda que aún tenía envuelta. Se la ajusta ahí.

—Quédatela—pronuncia.

—¿Qué?

—Que te la quedes—repite, mirándole a esos ojos grisáceos.

Luego, da un pasos hacia atrás.

—¿Has cenado? —Cuestiona, girándose para ir a la cocina.

—No, no me ha dado tiempo—responde, siguiéndole.

—Creo que todavía tengo algo por aquí—habla, mirando los muebles vacíos—. ¿Puedes ir a mi estudio y traerme una de las bolsas que hay? Es negra y azul—pide.

—Claro—asiente, aunque no conocía dónde estaba este.

Sale de nuevo al pasillo, mirando las puertas. Todas están abiertas, incluyendo la de su dormitorio ya vacío. Empuja la que está bloqueada, y enciende la luz. Descubre que es lo que buscaba, pues está llena cuadros. Inspecciona el suelo de la habitación, y camina hacia la maleta. Se la carga en el hombro. Cuando levanta la vista, se detiene para admirar los lienzos amontonados contra la pared. Suspira.

Gira, y se detiene cuando descubre el escritorio. Y, encima de él, algo que le deja sin aliento. Se humedece los labios y se acerca al cuadro. Era, posiblemente, lo más bonito que había visto.

—¿Las has encontrado? —Cuestiona la voz del autor, aproximándose.

Horacio abre la boca al entrar, peor la cierra cuando ve lo que observa.

—Oh, vaya—la vergüenza le ataca.

Viktor tuerce el cuello para mirarle.

—Es precioso, Horacio—alaga, percatándose de cómo sus mejillas comenzaban a enrojecer.

—Lo pinté hace tiempo—da unos pasos hacia delante, hasta situarse a su izquierda.

Ahora los dos miran la pintura. Pérez se aventura y pasa su dedo pulgar por la textura jugosa de la parte donde había echado el trapo.

—Le eché un paño por encima porque lo pinté sin pensar siquiera—ríe.

—¿Por qué?

El pastelero frunce el ceño.

—¿No sabes lo que es?

Este niega, confuso.

—Eres tú, Viktor—sonríe de lado.

De pinceladas y jugadas. (AU Volkacio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora