Capítulo 1

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El profesor Heinrich por fin da por finalizada su enriquecedora pero soporífera clase magistral sobre la perspectiva krausista de la educación y yo tengo tanta prisa por salir del aula que soy la primera en recoger mis cosas y en precipitarme hacia la escalera que divide la grada de pupitres en dos mitades perfectas. Estoy a punto de tropezarme mientras bajo los escalones de dos en dos y me gano una miradita de reprobación por parte del profesor justo antes de llegar a la puerta, imagino que motivada tanto por mi entusiasmo por irme como por el poco interés que he demostrado durante la lección, pero lo cierto es que me da igual lo que pueda pensar de mí.

Recorro los pasillos de la facultad a toda velocidad, sin que me importen tampoco las risitas que afloran en mis compañeros cuando paso casi corriendo por su lado. Hace cuatro años, cuando llegué a Ann Arbor y crucé por primera vez estos mismos corredores, lo hice mucho más despacio, con la boca abierta y sin siquiera poder parpadear, extasiada ante la altura de sus techos, la amplitud de sus casi opacos ventanales y el eco de mis propias pisadas rebotando contra más de un siglo de historia. Es decir, cuando me llegó la noticia de que había sido admitida me sentí como si acabase de recibir por fin mi carta de Hogwarts, pero no esperaba que la LSA pareciese también un castillo encantado.

Toda la UMich tiene esa aura mágica, en realidad, aunque he de confesar que poco a poco ha ido perdiendo la capacidad de sorprenderme. El enorme campus ya no tiene nada de extraordinario para mí y quizá por eso me atrevo a echar una carrera por el trecho de césped recién regado que me separa del edificio en el que se encuentra el despacho de la señorita Pennebaker.

Al final, llego tan solo unos cinco minutos tarde a la cita que había concertado con ella y, aunque frunce un poco el ceño, no tiene mayor problema en recibirme. Tomo asiento entre jadeos en una de las sillas frente a su escritorio y me bajo del todo la cremallera de la cazadora, bajo la que he empezado a sudar como una cerda.

—Siento el retraso —me disculpo.

—Tranquila, ¿quieres un poco de agua?

Asiento sin dudarlo y ella se levanta y me sirve un vaso de una jarra de cristal. Solo cuando me lo he acabado de dos largos tragos soy capaz de volver a hablar.

—Me gustaría comprobar el estado de la beca que he solicitado. Ya debería haber recibido una notificación con la resolución, pero no me ha llegado ningún correo.

Es mentira. Bueno, a medias. En realidad, no sé si me ha llegado o no el dichoso email porque se me rompió el portátil hace un par de semanas y todavía estoy buscando a alguien que esté dispuesto a reparármelo sin pedirme el pulmón izquierdo y el alma de mi primogénito a cambio de sus servicios. Tampoco puedo consultar el correo en mi móvil porque va a pedales y no me funciona la sincronización de cuentas en la aplicación de Outlook.

Por suerte, la señorita Pennebaker no hace ninguna pregunta al respecto, sino que se limita a asentir y a reajustarse las gafas en el puente de la nariz mientras teclea a toda leche y clava la mirada en la pantalla de su ordenador de mesa.

Por favor, que me hayan concedido la beca. Así podré arreglarme el portátil, sustituir mi teléfono por otro que no se apague de la nada cada dos por tres y tener una deuda menos de la que preocuparme, porque la de la luz, la del agua y la de los medicamentos de mi abuela ya son más que suficientes. No necesito deberle dinero también a la universidad.

—Mmm, Megan Dabney, ¿verdad? —inquiere la mujer, a lo que yo respondo haciendo un gesto afirmativo con la cabeza—. Lo lamento, Megan. Tu beca ha sido denegada porque ya has sido beneficiaria de ella tres años consecutivos.

Soy incapaz de reprimir un gruñido de rabia.

—Genial —mascullo—. O sea, que el Estado de Michigan ya se ha gastado suficiente dinero en mí y no piensa dejarme ver ni un centavo más.

Nada de enamorarseWhere stories live. Discover now