Capítulo 10

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Hasta ahora, el restaurante más lujoso en el que he estado es un tailandés del centro al que Dylan nos invitó una vez a comer a Lana y a mí para celebrar su cumpleaños, pero el sitio al que me trae Sawyer es... No tiene ni punto de comparación.

Se trata de un edificio que consta de tres plantas acristaladas que dejan ver desde el exterior todo lo que ocurre dentro: selectos grupitos de gente elegantísima comiendo bajo la luz dorada que arrojan las ostentosas lámparas de araña colgadas de los altos techos. Aquí un simple traguito de agua servida en la más fina de las cristalerías debe costar, como mínimo, lo que gano yo en una noche poniendo copas en el bar.

En cuanto entramos, sé que no encajo. Y lo sé, no solo porque crea que todos a nuestro alrededor sean unos idiotas despilfarradores, sino también porque tengo la sensación de que estos mismos capullos ricachones me están mirando como si mi acompañante acabase de encontrarme en cualquier esquina de las afueras de la ciudad y hubiese decidido alimentarme un poco antes de proceder a disfrutar de mis servicios.

Suspiro, aliviada, cuando nos encerramos en el ascensor para subir al tercer piso. Aunque pronto descubro que tener que compartir apenas un par de metros cuadrados con Sawyer Winston sin ninguna escapatoria posible no es mucho mejor que pasearse entre las mesas de los buitres que acabamos de dejar atrás.

Los ascensores no me hacen ninguna gracia, pero lo cierto es que este no no se parece en nada al cubículo deprimente y asfixiante con el que cuenta mi edificio y que trato de evitar siempre que puedo, sino que tiene espejos en cada una de las cuatro paredes, dando una impresión de amplitud que resulta bastante tranquilizadora.

Clavo la vista en el frente y le echo un vistazo a Sawyer a través del reflejo del cristal. Se ha puesto un traje que tiene toda la pinta de ser hecho a medida, a juzgar por cómo la chaqueta se ajusta a la perfección a sus anchos hombros. Debajo lleva una de sus habituales camisas blancas, desabotonada lo suficiente como para dejar a la vista su esternón y la cadenita de plata que le rodea el cuello. Mi mirada sigue ascendiendo por su figura, aunque sé de sobra lo que me voy a encontrar a continuación: ese odioso pelo rubio repeinado hacia atrás con cantidades industriales de gomina, dándole un aire de completo estúpido. Cuando lo lleva alborotado, dejando que le caiga hacia delante, también parece tonto de remate, que nadie me malinterprete. Pero, aun así, lo prefiero despeinado.

No obstante, mis ojos se cruzan con los suyos antes de poder recrearme en lo ridículo que es su cabello. Sawyer alza una ceja, sin romper el contacto visual.

—¿Qué estás mirando?

Le devuelvo el gesto, solo que levantando ambas cejas y no solo una.

—¿Y tú? —contraataco.

De no haber estado tan ocupada examinándolo de arriba abajo, estoy segura de que habría alcanzado a ver cómo él estaba haciendo exactamente lo mismo conmigo.

Aparta la vista del espejo y de mí al instante, desviándola hacia el extremo opuesto del ascensor.

Por mi parte, me cruzo de brazos y, de repente, descubro que la chupa me molesta. Aquí dentro no se nota ni rastro del frío que gobierna la calle. Es más, juraría que la calefacción está puesta a tope.

Que todo el mundo se pase la noche mirando de reojo mis tatuajes me parece un mal menor comparado con ponerme a sudar como una cerda, así que empiezo a quitarme la chaqueta para dejar de asarme.

—Déjatela puesta —masculla Sawyer junto a mí.

Freno mis movimientos en seco, con un brazo desnudo y el otro todavía dentro de su manga. Lo miro, ya no utilizando el espejo como intermediario, sino directamente. Sigue vuelto hacia el otro lado.

Nada de enamorarseWhere stories live. Discover now