Capítulo 8

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Me he sentido insultada muchas veces a lo largo de mis casi veintidós años de vida, pero nunca tanto como ayer, cuando leí esa ridícula lista y descubrí que Sawyer Winston cree que existe alguna posibilidad de que yo esté interesada en besarle o en acostarme con él. Y de lo de enamorarse mejor ni hablamos... ¿A quién se le ocurre?

El único sentimiento que albergo y albergaré hacia él es un profundo odio. Nada de atracción, de ningún tipo, y nada de afecto, ni una pizca.

No me molesté en continuar nuestra conversación vía WhatsApp después de aquello. Le pasé el número de mi cuenta bancaria y ahí quedó la cosa, con él asegurándome que recibiría un buen puñado de dólares en breve.

Ahora me encuentro de nuevo en su coche, muriéndome por llegar de una vez a casa después de una mañana de mierda en la que lo único bueno que me ha pasado ha sido que el profesor Heinrich me ha comunicado que ya me ha cambiado de pareja para el proyecto. Ahora voy a hacer el trabajo con el famoso Tucker Kessler y, aunque no lo conozco en persona, es una mejora del quinientos por ciento respecto a Nate.

Sawyer y yo no hemos mediado palabra cuando me ha recogido hace unas horas para llevarme a la uni, aunque hemos vuelto a repetir el numerito de pasearnos de la mano por el campus, de camino a nuestras respectivas facultades.

Y ninguno de los dos ha abierto tampoco la boca desde que hemos dejado atrás el aparcamiento, hace unos diez minutos.

Hasta que él decide estropear el sosegado silencio que nos envuelve.

—Mañana por la noche mis amigos y yo vamos a salir a cenar. Quiero que me acompañes.

Despego la mirada con hastío de las vistas de los edificios a nuestra derecha que me ofrece la ventanilla y paso a clavar los ojos en él. Tiene la vista fija en la carretera, pero espera mi respuesta con el ceño fruncido.

Muy rara vez deja de mirar al frente y siempre sujeta el volante con fuerza con ambas manos, lo que ha evitado que me vuelva a entrar el pánico estando con él en el coche. Aunque a ello también contribuyen en gran medida todos los cigarrillos que me fumo en los trayectos de ida y vuelta, claro. De hecho, al acordarme, rebusco en mi mochila hasta dar con mi paquete de tabaco.

—Mañana no puedo —le digo, colocándome el cigarro en la boca para encenderlo—. Tengo que trabajar. ¿Esa palabra te dice algo?

Sigue sin mirarme. Nos toca cambiar de carril y le veo disminuir la velocidad muy poco a poco, poner el intermitente y mirar dos veces por el espejo retrovisor antes de maniobrar.

—Te hice una transferencia con los ceros suficientes como para que dejes ese trabajo de mierda —resopla.

Le doy una lenta calada al cigarrillo. Es cierto, anoche vi en la aplicación del banco que me ingresó una buena cantidad de dinero en la cuenta. Pero, aunque sea un número de cuatro cifras y resulte más que suficiente para pagar todas las facturas pendientes y mi deuda con la UMich, no me puedo permitir dejar de trabajar.

En el bar cobro una miseria para todas las horas que echo, pero el dinero es dinero sin importar de dónde venga o lo que tenga que hacer para conseguirlo, incluso si sale del bolsillo de Sawyer Winston por fingir ser su novia. Mi abuela y yo tenemos que comer de algo, y los recibos del alquiler, el agua y la luz van a seguir llegando.

—No voy a dejar el trabajo —le bufo—. Pero puedo pedir la noche libre mañana.

Prefiero mil veces aguantar a un hatajo de borrachos que a los amigos de Sawyer, pero bueno, al menos estaré sentada y comeré bien.

Él no añade nada más.

Unos minutos después, llegamos a nuestro destino y me bajo del coche sin siquiera despedirme. Tampoco quedo a ver cómo el Tesla empequeñece al alejarse calle abajo.

Al subir a casa me encuentro con que el piso está desierto. Descubro un post-it pegado en la nevera cuando voy a sacar de ella el tupper de hummus que preparé ayer, y el papelito dice, con la letra de mi abuela, que no llegará hasta por la noche porque hoy es día de reunión del club de lectura y después sus amigas y ella irán al cine.

Así que paso la tarde sola, estudiando un poco y viendo capítulos sueltos de Friends para matar el tiempo antes de la hora de cenar. Incluso medito un poco después de zamparme mi pizza vegana y lavarme los dientes, pero ni con esas logro impedir que mi mente sea asaltada por las preocupaciones recurrentes que aparecen para agobiarme siempre que tengo demasiado tiempo libre.

Y es que no tengo ni idea de qué va a ser de mi vida después de graduarme, cuando me las vea y me las desee para conseguir un curro bien pagado que tenga algo que ver con lo que he estudiado y que no pase por enseñar a niños de secundaria las teorías de Aristóteles y todos los demás autores clásicos.

Lo que yo quiero no tiene nada que ver con eso, sino que se parece mucho más a seguir estudiando, especializarme en un área que todavía no he decidido (porque hay demasiadas que llaman mi atención), doctorarme, escribir algún ensayo... Ser profe en la uni, a lo mejor.

En fin, soñar es gratis.

Todavía no me he quitado esos pensamientos de la cabeza cuando llega la hora de acostarme, lo que hace que me pase más de cuarenta y cinco minutos dando vueltas en la cama, incapaz de pegar ojo. Escucho llegar a mi abuela y, un rato después salgo de debajo de las sábanas, frustrada.

Rescato mi móvil del escritorio para volver a tumbarme y mirar Twitter, con la esperanza de que el cansancio me venza mientras leo un hilo sobre el machismo ambivalente, pero un correo entrante me sobresalta justo cuando estoy empezando a amodorrarme.

Me ha llegado a la bandeja del mail corporativo de la universidad (sip, vuelve a funcionarme Outlook), pero no me lo ha enviado ningún profesor, sino que es de Nate.

En lugar de abrirlo, lo marco como spam y suelto el teléfono sobre la mesita como si me quemase en las manos.

Ahora sí que no voy a poder dormir.

Nada de enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora