Capítulo 2

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Por mis viejos auriculares todavía suena a toda pastilla una canción de Halestorm cuando llego jadeando y cubierta de sudor a la puerta del edificio de apartamentos en el que vivo con mi abuela.

Tengo por costumbre salir a correr temprano por la mañana, después de desayunar y antes de que Lana y Dylan vengan a recogerme con el Renault de segunda mano de la chica para ir todos juntos a la uni. Mis amigos no terminan de entender mi afán de levantarme todos los días a eso de las seis de la mañana para poder cumplir con mi rutina cuando perfectamente podría quedarme en la cama hasta veinte o quince minutos antes de que ellos lleguen, que es lo que sospecho que suele hacer Lana. Por suerte, tiene la extraña capacidad de poder conducir sin problema a pesar de estar más dormida que despierta.

Lo primero que hago al entrar al piso tras subir un par de tramos de escaleras es dejar las llaves y el móvil en la mesa del recibidor, junto al montón de facturas pendientes de pagar, incluida la del alquiler del mes de agosto.

Suelto un suspiro que resuena con demasiada fuerza en el silencio de la casa y cruzo el estrecho pasillo hasta la cocina, donde mi abuela está en pijama, leyendo el periódico con absoluta concentración y sin haber tocado todavía el café y las tostadas que le preparé y dejé en la encimera antes de irme, hará cerca de una hora.

—Buenos días, abuela —la saludo, sacándola de su estupor.

Levanta su maltratada vista del papel para clavar en mí sus ojos, de un marrón idéntico al mío.

—Buenos días, corazón. —Me sonríe de tal manera que todas y cada una de las arrugas que surcan su rostro se acentúan, sumándole unos cuántos años más a los setenta y seis que ya carga a sus espaldas—. ¿Qué tal la carrera? —añade, dándole el primer sorbo a su café. Ya debe de estar helado.

—Genial. Deja que te caliente esto, ¿vale? —es mi respuesta y, antes de que pueda replicar, ya estoy metiendo la taza en el microondas—. Mucho mejor así —asiento cuando el aparato pita después de medio minuto—. No te preocupes, que luego lo friego yo. Has quedado con tus amigas, ¿no?

A pesar de su avanzada edad y de lo torpe que se ha vuelto últimamente, mi abuela tiene más vida social que yo. Siempre está saliendo con su grupo de compañeras de la asociación de jubiladas, ya sea a dar un paseo por el parque, a visitar algún museo, a ver una obra de teatro o a las reuniones del club de lectura que montaron hace un par de meses.

—Vamos a la biblioteca a elegir el próximo libro que leeremos, sí —me confirma—. Pero puedo recoger los cacharros yo, Meg. Todavía no soy una inútil, por mucho que quieras pensar lo contrario.

Lo dice en un tono ligero, pero percibo su molestia de todos modos y no puedo hacer otra cosa al respecto que no sea resignarme.

—Está bien, haz lo que quieras —me rio—. Voy a ducharme.

Le robo una tostada y me la zampo de camino al cuarto de baño, donde me doy una ducha exprés, porque sé que los chicos llegarán de un momento a otro.

Cuando termino, me maldigo a mí misma por haberme mojado las puntas del pelo y me seco el cuerpo con la toalla tan rápido como puedo, evitando a toda costa mirarme en el espejito que tenemos sobre el lavabo. Desde que lo dejé con Nate no soporto ver mis tatuajes y casi siempre me visto de espaldas al cristal, rehuyendo mi reflejo.

Así lo hago hoy también, cambiando los leggings y el top deportivo que me he llevado a correr por unos vaqueros anchos y una camiseta básica sobre la que me pongo una camisa que es varias tallas más grande de lo que debería. Lo último es calzarme mis destrozadas botas de cordones estilo militar y ya estoy lista para salir del servicio.

En cuanto lo hago, escucho la inconfundible voz de Lana, proveniente de la cocina. Y, en efecto, al asomar la cabeza por la puerta de la estancia, me encuentro a la chica sentada a la mesa con mi abuela, dándole su recomendación de experta sobre qué lectura deberían escoger sus amigas y ella para este mes.

Nada de enamorarseWhere stories live. Discover now