Capítulo 9

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Mi abuela está tan embelesada mirando uno de esos estúpidos concursos de la tele que, pese a que carraspeo un par de veces desde la puerta del salón, solo consigo sacarla de su ensimismamiento cuando me planto de brazos cruzados entre el televisor y ella, enarcando una ceja.

—¿Qué haces, Meg? —protesta, enfurruñada—. Aparta. Están a una pregunta de ganar un millón de... ¡Ay, pero si estás guapísima!

Lo rápido que pasa del casi enfado a la alegría hace que me ría. Aunque, por supuesto, no está siendo nada objetiva. Me diría que voy preciosa incluso si me hubiera puesto una bolsa de basura con agujeros para los brazos y la cabeza, en lugar de la prenda que llevo.

Es una de mis favoritas y la que suelo usar en las contadas ocasiones en las que Lana y Dylan consiguen convencerme para que salga de fiesta con ellos. Se trata de un vestido lencero de satén en color lila, largo hasta un par de palmos por debajo de mis rodillas, con unos tirantes muy finos y un escote pronunciado recubierto de encaje de un tono un poco más oscuro que el del resto de la tela. Como siempre, lo he combinado con mis botas negras de cordones estilo militar y pienso ponerme la chupa de cuero sintético por encima para que los tatuajes de mis brazos no estén a la vista, porque creo que es más que suficiente con lucir los del pecho y las piernas. Pero antes...

—Necesito que me subas la cremallera, abuela.

Ella asiente, levantándose del sofá e indicándome que me dé la vuelta para abrocharme el vestido por detrás.

Ahora sí, me pongo la chaqueta y la acompaño cuando vuelve a sentarse, decidida a que veamos el programa juntas durante los cinco minutos que faltan para que Sawyer venga a recogerme.

Pero mi abuela parece tener otros planes, porque apaga la tele y se gira hacia mí.

—No está bien que faltes al trabajo para salir con tu novio —me dice, juntando las cejas—. Ya os veis todos los días, ¿no?

Finjo que se me han desatado los cordones de las botas y me entretengo haciendo como que vuelvo a anudarlos para no tener que mirarla a la cara mientras le miento.

—Todo el tiempo que paso con él me parece poco —es lo que le contesto—. Además, no te preocupes por el trabajo. Recuperaré las horas mañana.

Emite un ruidito de aprobación, aunque no deja de fruncir el ceño.

—Eso está mejor —repone—. ¿Cuándo vas a presentármelo? Quiero conocerlo.

Madre mía. ¿Se le está empezando a ir la pinza?

—Pero si ya lo conoces de sobra. Es Sawyer Winston, ¿recuerdas?

—Bah —replica ella—. Cuando oigo ese nombre lo que me imagino es a un niñito rubio correteando detrás de ti en el patio de la escuela. Ha debido de cambiar muchísimo en todos estos años.

Me muerdo la lengua para no decirle que no, que, al menos en lo que a su personalidad se refiere, sigue siendo el mismo imbécil altivo e insufrible que era de crío. La única diferencia es que ahora no me atrevería a pegarle ningún puñetazo ni a ponerle la zancadilla, aunque solo fuese de broma, porque su físico sí que es muy distinto al de ese chico que ella recuerda. El Sawyer actual probablemente podría estrangularme con una sola mano y no tendría ningún inconveniente para llevar mi cadáver en brazos hasta donde hiciera falta para poder enterrarlo sin dejar rastro alguno del crimen cometido.

Abro la boca sin tener ni idea de qué voy a responderle para salir del paso, pero, por suerte, mi teléfono vibra en mi bolso justo cuando despego los labios, y me lanzo a revisarlo, desesperada. Descubro que la notificación se debe a un mensaje entrante del mismo Sawyer, avisándome de que ya ha llegado.

Nada de enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora