Capítulo 48

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Es raro que el bar esté tan abarrotado un martes por la tarde, pero, teniendo en cuenta que nos encontramos a menos de dos semanas de Navidad, no me extraña tanto que el local se haya llenado más de lo habitual.

Por suerte, Lana, Dylan y yo conseguimos agenciarnos una de las pocas mesas que quedan libres y, como lo de venir aquí se le ha ocurrido al chico, es a él quien a quien obligamos a someterse a la tortura de abrirse paso a codazos entre la multitud hasta la barra para pedir nuestras cervezas sin alcohol.

Mi mejor amiga sigue flipando con la propuesta que me ha hecho el profesor Heinrich y parlotea sin cesar sobre que es una oportunidad estupenda, pero se calla de forma abrupta en cuanto Dylan regresa con las bebidas. Yo enarco ambas cejas al ver que él, en lugar de sentarse al lado de Lana, escoge la otra silla, junto a mí, dejándome en medio de los dos.

—¿Qué? —me bufa, imitando mi gesto, aunque él solo alza una ceja.

—Que por mí no os cortéis —es mi respuesta—. Podéis sentaros juntos.

Lana me mira de hito en hito. El nerviosismo en sus irises oscuros es inconfundible.

—No queremos hacerte sentir incómoda.

—¿Por qué iba a incomodarme? —replico—. No tengo ningún problema, en serio.

Más bien, me parece que son ellos quienes se avergüenzan un poquito de mostrarse cariñosos estando yo delante, a juzgar por cómo ella se sonroja y por cómo Dylan, igual que el otro día, se niega a apartar la vista de la etiqueta de su botellín.

—Estamos bien así —dice Lana, tras echarle un vistazo a él.

Me tienta muchísimo la idea de insistir, de divertirme un poco más a su costa, pero al final decido ser buena y me limito a encogerme de hombros.

—Como queráis.

Casi oigo a Dylan suspirar de alivio y soy incapaz de reprimir una sonrisita. Lana se apresura a retomar la conversación que estábamos teniendo antes de que el chico se nos uniera.

—Entonces, ¿qué? ¿Lo de Texas está decidido?

Asiento. Estaría loca si dejase escapar esta opción a la que, hasta hace menos de una hora, creía que nunca tendría acceso.

—¿Y de qué va el máster, exactamente? —se interesa Dylan, despegando los ojos de su cerveza por fin.

—De Filosofía Política —contesto—. No tengo ni idea cuáles son los contenidos concretos, pero... Me mola. Me encantaría estudiar más sobre teorías de la democracia o sobre la instrumentalización del pensamiento crítico en las campañas electorales actuales, por ejemplo. Ya sabéis: el uso de eslóganes del tipo «piensa por ti mismo» para desmontar discursos feministas y ecologistas que, en realidad, tienen una sólida base empírica. Es alucinante cómo el marketing político puede llegar a ser tan eficaz para propagar el negacionismo sistemático en la sociedad, en especial en...

—Oye, tía —me interrumpe Lana—. No es que eso no suene apasionante, pero... Mira.

Me da un par de toquecitos en el hombro y dejo de clavar la mirada en Dylan (que se estaba tragando mi monólogo con mucha educación, sin siquiera pestañear) para centrar mi atención en ella y, después, en lo que su dedo índice me está señalando: el escenario al fondo del bar.

O, mejor dicho, la persona que hay sobre el escenario.

Suelto un resoplido. No es más que un tío que se parece a Sawyer.

Vuelvo a girarme hacia Dylan para continuar con lo que estaba diciendo, pero él tiene el ceño fruncido y los ojos fijos en el dichoso escenario.

—¿Qué coño hace este aquí? —gruñe.

Entonces entiendo que no se trata de un chico que tiene un asombroso parecido con Sawyer.

Es Sawyer.

Lana le guiña un ojo a nuestro amigo y, ahora sí que sí, lo comprendo del todo.

—Lana... —empiezo, dispuesta a echarle la bronca.

—Lo único que he hecho ha sido decirle por WhatsApp que estábamos aquí —se defiende—. Lo de subirse ahí ha sido cosa suya.

Abro la boca para regañarla de todas formas. Sé que ha debido de hacerlo con la mejor de las intenciones, pero...

—Hostia puta —masculla Dylan, cortando el hilo de mis pensamientos—. ¿Se puede saber qué cojones pretende?

Descubro a qué se deben el asombro y desconcierto que van impresos en todas y cada una de sus palabras cuando miro de nuevo hacia el escenario y veo cómo Alan le pasa una guitarra a Sawyer y él ajusta el micrófono que tiene delante, subiéndolo para ponerlo a su altura.

No puede ser.

Tiene que ser una puta broma.

Me planteo otra vez la posibilidad de que no sea él. Pero sí que lo es. Lleva una camisa blanca desaliñada, el pelo rubio solo un poco más ordenado que la última vez que lo vi y... Y empieza a tocar los primeros acordes de una canción.

—Madre mía —casi chilla Lana, atónita—. ¿Eso es Taciturn? ¿De Stone Sour?

Se me para el corazón cuando Sawyer carraspea y comienza a acompañar con su voz las notas que le arranca a la guitarra.

Lana ha acertado. Es Taciturn de Stone Sour. Un tema que, de por sí, ya es precioso. Pero cantado por él... Yo... Joder. Esto es demasiado. En todos los sentidos.

Jamás hubiera imaginado que supiera cantar. Y mucho menos así. Al principio, suena dulce y tranquilo, pero los versos van endureciéndolo poco a poco. Aunque no lo suficiente como para impedir que se le rompan algunas palabras, que la música le atraviese como me está atravesando a mí, cristalizándole los ojos y rasgándole la garganta cada vez que me suplica que le dé una señal, que le muestre la luz.

Pellizca las cuerdas de la guitarra con rabia. Parece querer devorar el micrófono. Parece que, con cada frase, se está sacando algo de las mismas entrañas. Es visceral. Es bonito. Es... Es lo más bonito que he visto y escuchado en mi vida. Porque es él, él en estado puro. Más puro que cuando llora o se enfada o disfruta del sexo. Es todo lo que tiene dentro.

Noto que estoy llorando cuando siento las mejillas empapadas. Apenas puedo respirar. El dolor me está estrangulando.

Entonces termina. Hay unos segundos de silencio y, después, un aplauso atronador, vítores y silbidos mientras él se agarra al micrófono con las manos temblorosas y me busca con la mirada entre el público.

—Megan... Sé que estás aquí —murmura, con la voz ahogada—. Deja que te lo cuente todo esta noche. Por favor.

Me levanto de la silla con tanta prisa que casi la tiro al suelo. Empujo a la gente para que me deje pasar. Lo único en lo que puedo pensar es en llegar hasta él.

Sus ojos se topan conmigo antes de que haya alcanzado el escenario, supongo que gracias a las quejas de las personas a las que he ido apartando a mi paso. Se mantiene en silencio mientras subo las escaleras y recorro la tarima con un par de zancadas firmes para plantarme delante de él.

Apenas tarda una milésima de segundo en cambiar su expresión esperanzada por otra de profunda consternación tras hacer contacto visual conmigo. Pero, antes de que pueda terminar de fruncir el ceño, ya estoy estrellando la palma de mi mano contra su mejilla.

La bofetada le vuelve la cara. El golpe resuena con ganas. A mí me pican los dedos por lo fuerte que le he dado.

—Los problemas no se solucionan así —le ladro, tan cabreada que me la suda que todo el mundo nos esté mirando—. Esto no es una comedia romántica cutre. Es la vida real. Hace falta mucho más que una canción bonita para arreglar lo que has roto.

No permito que me replique. Le echo un último vistazo cargado de ira antes de bajar del escenario a toda leche y correr hasta la puerta del bar.

Nada de enamorarseWhere stories live. Discover now