Capítulo 46

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Corro sin música. Todas las canciones de mi lista de reproducción me estaban recordando a él y he terminado dándole un fuerte tirón al cable de los auriculares para quitármelos... Pero no ha servido de nada, porque he sido incapaz de sacármelo de la cabeza de todas formas. Y ahora, al volver a casa, resulta que el Tesla blanco está estacionado frente a mi edificio, como si este fuese un viernes cualquiera.

Dejo escapar un gruñido cuando veo a Sawyer de pie junto al vehículo, fumándose un cigarrillo. Que estuviera esperándome aquí para llevarme a la uni sería lo normal si no me hubiera roto el corazón hace menos de veinticuatro horas. 

El pequeño vistazo que le he echado al reparar en su presencia es toda la atención que tengo la intención de prestarle. No vuelvo a mirarle y tampoco le hablo. En su lugar, camino a paso ligero hasta la puerta del bloque de pisos, dispuesta a abrirla cuanto antes y meterme en el portal a toda velocidad, subir las escaleras rumbo a mi apartamento y encerrarme en mi cuarto hasta que se haya ido. Pero todavía me estoy descolgando el llavero del cuello cuando escucho la nieve que cubre la acera crujir bajo sus pasos y sé que se está acercando a mí.

Puto idiota de los cojones.

Doy media vuelta con brusquedad y me lo encuentro todavía a una distancia considerable, ya sin el cigarro en la boca. Frena en seco en cuanto mis ojos le dedican una mirada fulminante.

—Lárgate —le escupo—. No quiero verte.

O, mejor dicho, todavía no he decidido si quiero verle o no. Sigo rumiando el consejo que me dio Lana ayer, debatiendo conmigo misma sobre si debería hacerle caso o no a mi mejor amiga.

Sawyer se mantiene clavado en el sitio, sin avanzar, pero también sin cumplir lo que acabo de exigirle. Lleva el pelo rubio más desordenado que nunca, como si ni siquiera se hubiera molestado en peinarse. Luce unas profundas ojeras que hacen que sus pómulos parezcan más afilados y, sus irises azules, más brillantes.

—Por favor, escúchame —me pide, con la misma desesperación que mostró ayer en el aparcamiento del campus—. Lo último que quería era hacerte daño. Te lo juro, Megan. Ni siquiera sabía que tenía la capacidad de hacértelo. Se suponía... Se suponía que me odiabas.

—Se suponía que me odiabas a mí —replico.

—No. He estado dolido y enfadado contigo, pero odiarte... No podría odiarte ni aunque quisiera. Tienes que saber que...

—Sé una cosa: me has mentido —le corto, sin molestarme en ocultar que la rabia amenaza con apoderarse de mí—. Me has mentido una y otra vez. ¿Cómo sé que no me estás mintiendo ahora también? ¿Cómo sé que no voy a equivocarme de nuevo si vuelvo a creerte?

Se muerde el labio inferior y tiene la deferencia de apartar la vista, avergonzado. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, ese simple gesto logra aplacar un poco mi ira. Pero me limito a cruzarme de brazos y a esperar, a la defensiva, a que me dé una respuesta, deseando escuchar qué clase de estupidez va a soltarme.

—Porque... —empieza y se interrumpe a sí mismo, con lo que creo que es frustración. Entonces vuelve a mirarme—. No puedes saberlo. Tendrías que confiar en mí.

Me rio.

—Mira, puede que sea un poco tonta, pero no tanto como para cometer el mismo error dos veces en un espacio tan corto de tiempo.

Opto por desenganchar el manojo de llaves del colgante y, al momento siguiente, ya estoy abriendo la puerta y entrando en el edificio.

Todavía le da tiempo a insistirme un poco más antes de que le cierre en las narices.

—Dime qué tengo que hacer para que, al menos, estés dispuesta a escucharme —me ruega—. Haré cualquier cosa, lo que sea, con tal de que...

El portazo que doy lo silencia y lo único que oigo después son mis pisadas apresuradas subiendo por las escaleras.

No pienso hacer caso de ni una sola de sus palabras. No hasta que yo misma me aclare. Y no tengo ni idea de cuánto voy a tardar en lograrlo, si es que llego a hacerlo.

Si le escucho ahora, si dejo que se disculpe como me imagino que pretende hacerlo... No sé si voy a ser lo suficientemente fuerte como para mantenerme firme. De hecho, ya me está sabiendo mal lo que acabo de hacerle. Todo lo que deseo es volver abajo y decirle que sí, que puede explicármelo todo y, con independencia de cuáles sean sus excusas, perdonarle. Quiero que me dé uno de sus cálidos y protectores abrazos, que me sonría de esa forma tan suya, que me haga sentir segura. Pero sé que no debo ceder. Tengo que pensar en frío, sopesar todas las posibilidades antes de permitir que me cuente su versión de los hechos. 

Una parte de mí me grita que es imposible, que no existe forma humana de que lo haya fingido todo durante todo este tiempo. Ha debido de haber algo de verdad, aunque solo haya sido una pizca, en las lágrimas, las caricias, los besos que hemos compartido. Me niego a creer que esos intercambios no hayan significado nada para él... Pero no sé si hablo desde la objetividad o si es que estoy tan ciega y desesperada que, en realidad, no hago más que justificar sus errores, convencerme a mí misma de que tenía motivos para hacer lo que hizo. Y si los tenía... ¿Qué?

Nada me asegura que, si decido darle una oportunidad, esto no se vaya a repetir en el futuro. Y sé que estoy siendo una hipócrita, porque, si se tratara de cualquier otro chico, no dudaría ni un segundo en poner todo de mi parte para que lo nuestro funcionara, como siempre he hecho cuando me han decepcionado. Pero es que Sawyer Winston no es cualquiera. Sawyer Winston es peligroso. No encuentro otra palabra para definir a alguien que puede hacerte sentir la persona más feliz del mundo y, al momento siguiente, la más desdichada. 

Iba muy en serio cuando le dije que creía que nunca antes me había enamorado porque jamás me había sentido como me sentía estando con él, pero no caí en la cuenta de que eso implica que tiene la capacidad de hacerme mucho, muchísimo daño. Y ya he sufrido bastante.

Nada de enamorarseWhere stories live. Discover now