Capítulo 47

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Ha pasado más de una semana y no ha vuelto a venir por mi casa. Tampoco me ha abordado en la uni. No me ha llamado, no me ha escrito. Debería estar contenta, porque alejarse de mí fue justo lo que le pedí que hiciera, pero, aunque les haya insistido hasta la saciedad a Lana y a Dylan en que me alegro de que no esté persiguiéndome... En realidad, me siento un poquito decepcionada. Lo cual demuestra que soy una grandísima idiota.

¿Qué esperaba? ¿Que montase guardia todas las noches en la puerta de mi edificio? ¿Que intentara hablar conmigo cada vez que me viera por el campus? ¿Que me enviase flores? ¿Que me llamase cien veces al día, como mínimo?

Bueno... Ojalá pudiera responder con un rotundo no a todas y cada una de esas preguntas, pero lo cierto es que sí. Esperaba que no tirase la toalla tan rápido. Lo esperaba con tantas ganas que el sábado, currando en el bar, me pareció verlo entre la multitud que brincaba al ritmo de una de las canciones de la pésima banda de rock que estaba haciendo su bolo allí ese fin de semana. Pero, por supuesto, no era él.

Que se haya rendido con tanta facilidad no hace más que confirmarme que, por mucho que me negase a creerlo hace unos días, la cruda realidad es que no, nada de lo que ha vivido conmigo a lo largo de estas semanas de falso noviazgo ha significado nada para él.

Ayer, cuando, en su llamada diaria, mi abuela me preguntó qué tal nos iba, me vi obligada a dejar que un frío silencio se apoderase de la línea telefónica y tuve que apartarme el móvil de la oreja para respirar hondo y tragarme las lágrimas. Acabé contestándole que todo sigue igual, que estamos genial. Ella me recordó por enésima vez que ni se me ocurra presentarme en Maine sola por Navidad, que quiere que vaya con Sawyer.

Mi idea es no decirle nada hasta que esté allí. Pero, cuando Clive y ella vayan a recogerme al aeropuerto y descubran que él no me acompaña... Todavía estoy trabajando en la mentira que voy a contarles para no fastidiarles las fiestas. De hecho, sigo dándole vueltas a eso mismo ahora, cuando debería estar prestando atención a la explicación del profesor Heinrich. ¿Y si me invento que Sawyer ha decidido pasar la Navidad con su madre, en California? Supongo que colará, aunque no parece una historia muy sólida.

La clase termina y no tengo del todo claro que mi abuela y su novio se lo vayan a tragar, pero no puedo seguir rumiando mis viciados pensamientos, porque, cuando estoy recogiendo mis cosas para marcharme, el profesor me hace una seña desde el estrado para que me reúna con él allí.

Convencida de que va a regañarme por haber vuelto a las andadas en lo que a distraerme en su aburrida asignatura se refiere, me apresuro a guardar mi portátil, me pongo el abrigo y me echo la mochila al hombro para bajar las escalerillas e ir a su encuentro.

—¿Ha escogido ya una escuela de posgrado, Dabney? —me suelta, nada más alcanzarle, sin siquiera molestarse en saludar.

—¿Qué?

El hombre frunce el ceño.

—Ya me ha oído.

Sí, ya le he oído. He escuchado todas y cada una de sus palabras. Pero, unidas, no tienen sentido.

Es surrealista. ¿Cómo voy a haber elegido una universidad para cursar un máster si lo único que tengo en la cabeza ahora mismo es salvar este cuatrimestre mientras intento sobrevivir a la peor ruptura de mi vida? Además, aunque me encontrase en circunstancias más favorables, tampoco estaría pensando en cómo continuaré con mi formación cuando me gradúe, porque, simple y llanamente, no puedo permitírmelo.

—¿A qué viene esto? —inquiero, confundida.

—Tengo un colega que forma parte del equipo docente de la UT. Imparten un programa de Filosofía Política que creo que podría interesarle —me explica, recolocándose las gafas con un dedo sobre el puente de la nariz—. Pero, si quiere optar a una plaza, debería ponerse ya con los trámites. Texas tiene un programa de becas que cubre todos los gastos de los estudios de posgrado.

—¿Cómo sabe que necesitaré estar becada? —gruño, olvidándome de todo lo anterior en cuanto ha mencionado el tema del dinero.

—¿Acaso no lo ha estado durante los tres primeros años de carrera? —replica, alzando una ceja—. Tengo acceso a su expediente, Dabney.

Claro.

Me da vueltas la cabeza.

Ni siquiera había contemplado la posibilidad real de estudiar un posgrado. Me he limitado a soñar con la idea de hacerlo, convencida de que estaba fuera de mi alcance. Y, de hecho, lo está.

—No me concederán la ayuda —repongo—. Si ha visto mis notas, ya sabrá que no son nada del otro mundo.

El profesor Heinrich se ríe.

—No se preocupe por eso. Sus calificaciones son lo bastante altas en las asignaturas que computan para el cálculo de la media. Y, si quiere, yo mismo le escribiré una carta de recomendación. La beca la concede la UT, no el Estado, y el perfil de estudiantes que buscan es muy similar al suyo, de modo que...

—No lo entiendo —le corto—. ¿Por qué me está ofreciendo esto a mí?

A mí, a quien tiene manía desde el primer día. A quien ha echado la bronca en demasiadas ocasiones por su aparente falta de interés en sus clases.

No tiene ningún sentido que ahora esté siendo tan considerado conmigo.

A no ser... A no ser que se deba a lo de Nate. A que le dé pena la pobre chica a la que su ex tóxico acosaba.

Si es eso, si es por lástima, creo que voy a echarme a llorar. No quiero inspirar compasión a nadie. No quiero que nadie más me vuelva a hacer jamás un favor por considerarme débil.

—No tiene que ver con nada de lo que está pensando —es su respuesta. Yo entorno los ojos, recelosa—. No tiene nada que ver con Young —especifica—. Eso pertenece a su vida personal y a mí lo que me interesa es su vida académica. Sé que no soy su profesor favorito y, créame, usted tampoco es mi alumna preferida, pero no puedo pasar por alto el nivel intelectual que denotan todos los ensayos que me ha entregado a lo largo del curso. He leído tesis doctorales peor desarrolladas que el más simple de sus artículos.

Le miro como una boba durante casi un minuto entero, incapaz de asimilarlo.

—Yo... Eh...

Él me dedica una sonrisa.

—No era a esa elocuencia a lo que me refería —se burla. Un momento, ¿se burla? ¿Qué cojones?—. ¿Y bien? ¿Le interesa o no?

—¿Que si me interesa? —atino a repetir, con una risita nerviosa—. Claro que me interesa. ¿Cómo...? ¿Qué tengo que hacer?

Amplía su sonrisa y me parece que hay algo de orgullo en ella.

—Le enviaré un mail con toda la información —contesta, echando a andar hacia la puerta del aula—. Ahora, creo que la están esperando.

De no haber añadido lo último, me habría quedado toda la vida ahí plantada, de cara a la pizarra que no se ha molestado en borrar, borracha de felicidad.

No obstante, me giro a tiempo para verle salir al pasillo y descubrir que tiene razón: alguien me está esperando fuera.

No entiendo la desilusión que me inunda al descubrir que se trata de Lana y de Dylan... Hasta que comprendo que a quien esperaba era a un imbécil de casi metro noventa, con el pelo rubio revuelto, los ojos azules brillantes y los labios curvados en una sonrisa para mí.

Dios. Soy tonta de remate.

Me reúno con los chicos en el corredor y, casi no he terminado de relatarles la conversación que acabo de mantener con mi profesor cuando Dylan nos propone a Lana y a mí ir al bar a echarnos unas cervezas para celebrarlo.

Nada de enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora