Capítulo 34

6.1K 350 82
                                    

Fuera está nevando. Cuando franqueamos la puerta de la verja de hierro forjado que delimita el perímetro de la residencia del señor Winston, Sawyer no me suelta la mano, sino que aprieta mis dedos entre los suyos con más fuerza.

El frío es tan intenso que, sin ser del todo consciente de ello, me pego más a él mientras caminamos de vuelta a casa de Nadine y Bianca, buscando algo de calor en su cuerpo.

No decimos nada. Sawyer va cabizbajo, con los hombros encogidos y la vista clavada en el suelo cubierto de blanco, y a mí me queman un millón de preguntas en la lengua, pero no me atrevo a formular ninguna. Tengo demasiado miedo de que me dé respuestas que no sé si seré capaz de asimilar.

Me mantengo en silencio, sin más.

Hasta que se le escapa un sollozo casi imperceptible.

Al principio pienso que me lo estoy imaginando, pero me queda claro que no es así cuando le veo restregarse con los ojos con la mano que tiene libre.

—Sawyer... —empiezo a decir, muy bajito.

De alguna manera, mi voz hace que deje de ser capaz de contenerse y rompe a llorar, deteniendo sus pasos y apartando su mano de la mía.

—Lo siento —balbucea—. Lo siento mucho. Siento muchísimo que hayas tenido que escuchar todo eso.

—Oye, oye, tranquilo —intento calmarlo—. No tienes que disculparte por nada.

Estoy plantada delante de él, mirándole de hito en hito sin tener ni idea de qué hacer mientras sus ojos se mantienen fijos en la nieve sucia de la acera.

—Claro que sí —replica, con un hilo de voz—. Es culpa mía. No tendría que haberte traído. Sabía que iba a ponerse así y, aun así, te pedí que vinieras. Sabía desde el principio que esto era una mala idea, pero...

—No es culpa tuya —le corto—. No tienes la culpa de que tu padre sea un cabrón, Sawyer.

—De verdad que lo siento —repite—. He sido un puto borde contigo desde que llegamos, presionándote para reírles las gracias a mi hermana y a Bianca, intentando prepararte para lo mal que iba a tratarte él, pensando que así podría evitar que...

—Sawyer —le interrumpo otra vez, aunque con mucha menos contundencia que hace un segundo, porque ahora yo también estoy llorando. Él no reacciona.

Joder. Así que es esto. Esto es a lo que se refería Harrison. Esto es lo que ha hecho que se haya comportado de ese modo tan extraño desde el mismo momento en el que subimos al avión en Detroit.

—No llores más, por favor —murmuro—. No... No soporto verte así.

Asiente con la cabeza, despacio.

—Perdona. Dame un par de minutos y se me habrá pasado —me pide, con la voz apenas un poco más entera—. Adelántate. Ahora te alcanzo.

¿Qué?

Unas cuántas lágrimas calientes más se deslizan por mis heladas mejillas. Me obligo a ignorar el agudo pinchazo que me atraviesa el pecho solo con pensar en que está dispuesto a que le deje aquí, llorando solo en mitad de la calle, en plena nevada.

Vacilante, doy un pasito hacia él. Y luego otro. Le pongo un par de dedos bajo la barbilla, forzádolo a alzar la cabeza.

Sus ojos se clavan en los míos por fin. Por una vez, ese azul tan bonito no es lo que más me llama la atención de ellos, sino lo hinchados y enrojecidos que están, velados por las lágrimas.

—No voy a moverme de aquí, idiota—le aseguro.

Un destello de confusión brilla en su mirada. Algunos mechones de pelo rubio impregnados de copitos de nieve y compactos por la gomina le caen sobre la frente, rozándole las pestañas.

Antes de que diga nada, me pongo de puntillas y le aparto el pelo con cuidado, con las puntas de los dedos, para después secarle las lágrimas. Le acaricio las sienes, apenas un roce de mis pulgares sobre su piel, y él pega los párpados con fuerza.

Estamos tan cerca que todo lo que respiro es su aliento. Tiene los labios entreabiertos, pero está apretando los dientes, tensando la mandíbula. Todavía reprimiendo parte del dolor. Yo quiero llevármelo todo. Lo único que deseo es arrancarle todo este sufrimiento, que deje de pasarlo mal.

Pero solo puedo abrazarle.

Le rodeo el cuello con los brazos y él me estrecha entre los suyos tras un breve instante de duda, fuerte, aferrándose a mí. Sus dedos se clavan en la parte baja de mi espalda a través del abrigo, atrayéndome más hacia él. Su cuerpo tiembla contra el mío, el hueco de mi cuello se empapa de sus lágrimas.

—Ya está —le susurro, enredando los dedos en su pelo a la altura de la nuca—. Ya está, cariño. Desahógate.

Llora como un niño mientras le murmuro más cosas estúpidas al oído. Mantengo las manos hundidas en su cabello y le froto la espalda, hago todo lo que se me ocurre para que sepa que estoy aquí con él, que no voy a permitir que se derrumbe.

Desprotica contra su padre y le digo que lo entiendo, que tiene todo el derecho del mundo a odiarle, que es una persona horrible.

—Cree que todo lo bueno que tengo en la vida lo he conseguido porque me parezco a él —solloza. Su nariz pegada a mi oído, sus labios rozándome la sensible piel del cuello al hablar. Lo abrazo más fuerte—. Y lo peor es que a veces pienso que tiene razón. Que, si no sigo el camino que él ha trazado para mí, voy a cagarla. Voy a cagarla y... Me da miedo. Me da mucho miedo cagarla.

—Él lo sabe. Alimenta ese miedo. Te hace sentir más inseguro para que le obedezcas, porque si haces lo que él dice todo es más fácil —lo comprendo—. Pero tú sabes lo que quieres. Tienes que vivir tu vida como te dé la gana, no como él quiera. Y, si te da miedo, lo haces con miedo. No vas a cagarla, Sawyer. Vas a demostrarle que no eres como él. Eres mejor. Mucho mejor.

Comienza a separarse de mí, muy poco a poco. Se me desboca el pulso ante la idea de tener que mirarle a la cara a esta distancia tan corta y tener que enfrentarme al reflejo de todo lo que le acabo de soltar. Y no solo a eso, sino también a todos los «cariño» y «precioso» que le he susurrado casi sin querer, desesperada por querer hacerle sentir mejor.

Pero, antes de que se aparte de mí del todo, suena el claxon de un coche y ambos damos un respingo, rompiendo el abrazo de golpe.

El vehículo frena a nuestra altura, aunque no me doy cuenta de que se trata del Audi de Nadine hasta que el cristal de la ventanilla del conductor empieza a bajar y ella misma aparece al otro lado.

—¿Qué hacéis ahí? ¿Os habéis perdido o qué? —inquiere, extrañada. Abro la boca para contestar, pero no me da opción—. Subid, anda. Os llevamos.

Nada de enamorarseWhere stories live. Discover now