El pelo

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Mi casa tiene un jardín en el que paso buenos ratos. De día, el sol recorre lentamente su superficie de este a oeste y a medida que lo ilumina van cambiando, poco a poco, sus tonalidades. Varios arbustos salpican el terreno y algunos bancales tienen plantas multicolores. Pero de todo este colorido tapiz la parte que más me gusta es un rincón en el que trepa una hiedra frondosa que sube hasta lo más alto de la pared. Me alegra ver como cada día crece ayudada por la humedad de aquella zona. Aunque siempre me ha extrañado que justo aquel rincón tuviera tanta agua, de hecho no me consta que haya una toma o algún grifo por allí. Aun así, debo reconocer que sí que es el sitio más sombrío y mojado del jardín. Un día que retocaba la hiedra, haciendo que su crecimiento aéreo tomara una dirección más a mi gusto, observe una especie de musguito que despuntaba en el centro de la mancha de humedad. Era de un verde intenso y me llamó la atención porque estaba seguro de que el día anterior no se hallaba en la pared.

–Bueno– pensé –Debe ser un musgo de crecimiento rápido– Luego sonreí.

Y no le di más importancia. Pero al día siguiente me desperté acongojado por una pesadilla que no había dejado de atormentarme en toda la noche. No recordaba de que  trataba el sueño, pero lo primero que hice fue ir al jardín a ver el musgo verde de la pared. Ya no era un musguito verde, había crecido y su tamaño era semejante al de una cabeza humana. Además, no solo se ensanchaba sino que el musgo era más largo y tenía otro tono. Ya no era verde, ahora era marrón y su aspecto era como el pelo de una persona. Parecía una peluca que estaba pegada a la valla.

Perplejo acerqué el palo del mango del rastrillo para tocarlo. Aproximé la madera con aprensión y lo toqué. Estaba blando y al rozarlo se encogió y se aferró a la pared como si temiera que quisiera despegarlo. Hubiera jurado que incluso había emitido un pequeño sonido, un leve gruñido como el de un gato.

Tengo que ser sincero, sentí miedo. ¡Aquella cosa estaba viva!

Por supuesto no iba a permitir que esa cosa estuviera desarrollándose en mi jardín. ¡A saber que era y de dónde había salido! Desde luego, lo más lógico era que fuese algún tipo de vida extraterrestre. O tal vez algún tipo de contaminación debido a la polución, a los productos químicos que usamos o a las radiaciones electromagnéticas. Fuera lo que fuere aquello me espantaba más allá de lo que nunca imaginé en mis más horribles alucinaciones. Así que me dispuse a eliminar a aquel ente que me recordaba a la peluca que usaba mi difunta esposa Clotilde. Cogí un herbicida en espray que estaba en la caseta de herramientas y me acerqué despacio al rincón húmedo. Temía que me viera llegar con el arma mortal en la mano. Absurdo, ya lo sé, pero lo cierto es que sabía que me podría ver, no sé cómo ni de qué manera, pero me vería al acercarme. Avancé, conteniendo la respiración, mientras alargaba la mano con el veneno.

–¡No está!– Exclamé. Se había ido ¡la maldita cosa se había ido! Miré a mi alrededor esperando que en cualquier momento cayera sobre mí desde algún sitio. Caminé de espaldas hacia la puerta de la casa sin dejar de mirar al jardín empuñando el bote de herbicida. Cuando entré cerré la puerta y eché el cerrojo apresuradamente presa de una gran inquietud. Subí a mi habitación y me encerré en ella. Las manos me temblaban y la lengua se me pegaba al paladar.

–Debo llamar a alguien. Pero ¿a quién?... ¿a la policía? Que locura ¿y que les voy a decir? ¿Que una peluca me persigue para matarme? Calma, calma. Lo mejor es que me quede aquí, aquí estoy seguro. No puede entrar, no, no puede. Aunque sabe que estoy aquí, lo sabe, sí, pero no podrá entrar. ¡Imposible!

Pensé quedarme despierto todo el día haciendo guardia con el espray es la mano pero al llegar la noche el sueño me venció y me quedé dormido. Entre sueños noté que algo se subía por la colcha que rozaba el suelo. Me desperté sobresaltado y miré con horror a los pies de la cama. La peluca se acercaba hacia mí arrastrándose. Un miedo paralizante me impedía moverme, no podía hacer ni un gesto, ni articular una palabra, ni siquiera balbucear. Aquella asquerosa peluca se acercaba más y más a mi cara. Trepó por mi barbilla y me tapó la boca y la nariz. Comencé a ahogarme. Me faltaba el aire. La peluca empezó a crecer y poco a  poco se me metía por la boca… me asfixiaba, me desvanecía, me moría. Y, únicamente, podía escuchar un grito mudo dentro de mi cabeza que aullaba de terror:

–Perdóname Clotilde, perdóname.

–Mi Teniente ¿Qué le parece la forma tan extraña de suicidarse de este tío?

–Extraña, Martínez, como tú dices. Se asfixia tragándose la peluca de su mujer. Y lo más raro es que, por lo que parece, el pelo le ha llenado los pulmones y el estómago.

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