Erotíssimo

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A medida que se fue despojando, lentamente, de su ropa, Aurora dejó de parecerse a un ama de casa para asemejarse, cada vez más, a una de esas mujeres policías de las series de TV americanas. Sus senos redondos y perfectos hacían juego con sus glúteos: altos y respingones. Su melena suelta, parecía una cascada de seda que rodara desde la cabeza hasta sus hombros. Sus piernas eran, sin embargo, más corrientes: las dos terminaban en sendos pies. Pero entre ambas y anunciándose como la última maravilla, se podía percibir con toda claridad el pubis, completamente depilado, debajo de un “tanga” encarnado absolutamente transparente. La pasión entre ambos creció junto con las demás cosas que crecen en ese momento y en pocos segundos rodaban por la cama como las croquetas en el huevo batido. En el fragor de la lucha, ella se ofrecía abierta como una granada madura almibarada con hiel. Él se presentaba excitado y pleno. La tomó suavemente por los muslos e introdujo su nariz entre los labios removiendo en torno lentamente y descendiendo hacia el orificio con mimo. A medida que se humedecía entera, el ardor de la mujer aumentaba y en él todo se hacía más grande: su amor, su pasión, su deseo, su ímpetu viril. Incluso, a su generoso miembro, todo aquel repertorio de caricias y besos logró levantarle de su apatía. Y ahora, de repente, ahí estaba… ¡su arma! Como un mástil. Poderosa, insinuante y grande. Capaz de silenciar muchas bocas de atravesar montañas y de entrar en las cavernas ciegas, penetrar en toda su largura, en toda su húmeda y oscura profundidad. Como una grúa, había levantado, sin dificultad, aquel gran peso y permanecía, obstinada, enhiesta y preparada para meterse en la funda idónea, acondicionada por siglos de evolución para ella. Por momentos esa mujer era el amor de su vida, al rato era todo senos y nalgas. Tan pronto se sentía un hombre como una mujer. Al poco vio un rojo carmesí que envolvía toda su mente y llenaba su cuerpo. Ella gemía y se retorcía mientras le pedía más… más… más. Un latigazo de corriente eléctrica de 1000 voltios de placer recorrió todo su cuerpo. Cada centímetro de su piel gritaba a cada empuje del pene y cada poro rebosaba sudor y deseo. De pronto notó que el falo del teniente (¿de artillería?) se convertía en la biela de un tren a plena marcha: chump, chump, chump. Creyó que, de seguir así,  llegaría a atravesarla. En un instante de consciencia pensó -¿Se ha puesto preservativo?- ¡Por Dios! No lo recordaba. ¿Y si le digo… que pare? Sintió que se hallaba en el techo viendo su cuerpo desnudo debajo del de él. Sabía que era ella misma aunque no se podía reconocer, tan abierta, tan excitada… ¡tan admirable! Un calor puntual y extraño recorrió su cuello y sus orejas -Le diré que pare… que pare… que pare ¡Oh Dios! ¡Bad, por tu madre, no se te ocurra parar ahora! ¡Sigue! ¡Sigue!... así… aaahh… aaahh…

(Fragmento de la novela Bad One y el caso de la momia del Museo Británico, de Ricardo Lampert)

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