El último guerrero

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Su fuerza hacía tiempo que le había abandonado. Su cuerpo, gastado por el tiempo, era el de un anciano. Lejos estaban el vigor y la arrogancia de la juventud. La misma arrogancia que le hizo a su rival retarle a muerte. Ahora, sin poderlo evitar, cabalgaba hacia su destino, a la grupa de su fiel caballo, viejo y gastado como él.

–¡Al alba, viejo!– Le gritó el joven con desprecio.

–¡Al alba, necio!– Respondió el anciano guerrero.

Su armadura ajada y sin brillo y su espada “Luxcelis” con la que había librado más de mil batallas, llena de herrumbre desde hacía mucho tiempo. Todo en él era viejo, todo estaba acabado menos su valentía y su coraje. El animal caminaba lento como si no quisiera llegar nunca a su destino, la cabeza agachada, humillada por el reuma. El sol se desperezaba por el este iluminando a las tristes figuras que avanzaban con pesar mientras sus sombras se alargaban delante de ellos. Desde esta posición –pensó– el brillo del sol le dará en la cara a mi adversario y no podrá ver bien. Quizás tenga una oportunidad después de todo.

En el pequeño altozano le esperaba su oponente y, lo más seguro, también su muerte.

–¡Contempla tu día postrero!– Le intimidaba con gritos desde la grupa de su brioso corcel. El anciano guerrero miró al insolente joven a los ojos, sombríos y llenos de odio. Su sonrisa burlona y confiada le retaba con sed de sangre, casi se relamía ante su segura victoria.

–Acabemos, viejo– Picó espuelas y galopó hacia su rival agitando la espada por encima de su cabeza. A los pocos segundos se hallaba delante del anciano dispuesto a partirle por la mitad. Pero su montura, cegada por los rayos del sol, no vio una roca que tenía delante y tropezando con ella cayó de cabeza y se rompió el cuello quedando tendido en la arena. El joven aturdido permanecía en el suelo sin poder levantarse. El anciano sacó su espada y se acercó a su enemigo. – ¡Necio! Para ser un guerrero tienes que haber combatido en muchas más batallas de las que tú hayas podido. Eres muy joven todavía. – Alzó su espada con las dos manos apuntando hacia abajo dispuesto a clavársela en el corazón. El joven le miraba asustado. El odio de sus ojos se había tornado en miedo y la mueca burlona de su boca en súplica.

El anciano guerrero, dudó, se vio a si mismo en aquel hombre, hacía muchos años, joven y altanero. Necio y pendenciero. Y pensó que él ya había librado su último combate, que este joven, quizás merecía la muerte, pero que no debería morir antes que él. Poco a poco bajó su espada. Un dolor punzante y profundo le llegó desde un costado. Su enemigo, aprovechando la tardanza, le asestó un golpe mortal clavándole la espada. Cayó de rodillas y se quedó quieto apoyado en “Luxcelis”. Volvió su rostro hacia el muchacho y lo miró con compasión, sus ojos sombríos reflejaban odio y su boca sonreía burlona. El hombre se puso en pie, alzó la espada a lo alto y en menos de lo que dura un pestañeo, le cortó la cabeza al anciano que cayó de bruces sin vida.

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