El viejo

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Cuando levante la vista ahí estaba otra vez ese tipo viejo con la mirada triste de un huérfano. Ahora ya le conozco y sé quién es, pero la primera vez que lo vi me dio un susto de muerte.

La primera vez que lo vi fue el día de uno de mis cumpleaños. Recuerdo que habían venido mis sobrinos del extranjero. El extranjero, así llamábamos antiguamente a cualquier país desconocido. Cuando yo era un niño, el extranjero estaba muy lejos y ahora se encuentra ahí al lado, a un tiro de aerolínea.

La familia me preparó una sorpresa para ese día y todos trajeron regalos para mí. Ese día y ese cumpleaños, especialmente, fue muy emotivo. Habían venido mis hijos con mis nietos y la casa se lleno de vida y de gritos, sobre todo de gritos y como suele suceder cuando se junta mucha gente, el ambiente de mi casa se convirtió en el de un mercadillo, en donde cada vendedor grita sus ofertas: –¡María, la braguita de algodón a euro! ¡A euro!

No sé explicar la razón, pero fue la primera vez en mi vida que encontraba insoportable tanta algarabía y parloteo. Los más pequeños no hacían otra cosa que quejarse y lloraban por casi todo. Y sus padres les dejaban alborotar sin ningún tipo de pudor. No era cuestión de regañar a mis hijos en ese día tan señalado y menos después de ver la ilusión que les hacía el hecho de estar todos juntos y que se reflejaba en sus rostros, en los cuales yo aun seguía viendo sus caras de cuando eran niños, así que no dije nada. Pero todo ese jaleo me levanto un dolor de cabeza tremendo. Me disculpé, esforzándome en componer una sonrisa y subí a mi habitación. Allí, con algo más de silencio y con un par de aspirinas, el malestar quedaría disuelto junto con la efervescencia de las tabletas. Me dirigí a la cómoda y abrí el cajón de la derecha, lo cerré y abrí el de la izquierda. Siempre me equivoco de cajón.

Cuando levanté la cabeza lo vi. Ahí estaba, mirándome con tristeza. Tenía los ojos llorosos y el cabello casi completamente encanecido

–¡Dios! ¿Quién eres tú?

No me contestó, se limitó a mirarme con pena. Me quedé observándole un rato y casi me pareció ver que esbozaba una sonrisa. Al poco rato mi hija, la mayor, que es la más sensible y por tanto la única que se había preocupado cuando me subí, entró por la puerta. Por un momento me sentí azorado por que pudiera ver al viejo y casi le impido la entrada, pero ella me preguntó con una sonrisa de ternura –¿Papá, qué haces aquí tanto tiempo mirándote al espejo? Anda, baja y quédate con nosotros un poco más.

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