En el bulevar

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En el bulevar, transitado por una ingente cantidad de desconocidos, se detuvo en un pequeño café. Tomó asiento en una de las mesas que se hallaban en el exterior. La camarera se acercó en seguida. Por lo visto, mantenía una vigilancia constante desde la puerta del local que le hizo recordar la atención que ponen las arañas en su trampa, a la que acuden veloces en cuanto una presa cae en la tela o apenas la roza. Él era su presa. Pidió un café con leche. Miró el reloj, eran las 9:45 de la mañana y Laura no aparecía. Siempre llegaba tarde a todas partes pero esta vez le parecía el colmo. Ser impuntual puede ser una costumbre que con el tiempo se llega a aceptar, pero llegar tarde a la firma de un divorcio, concretamente del suyo, es ya algo intolerable. Y lo peor era que ya había sucedido tres veces. Esta era la cuarta vez que no llegaba a tiempo para garabatear aquellos documentos. ¡Esta mujer es insufrible! Recordó en ese momento que a punto estuvieron de no casarse por el mismo motivo hacía años. Al final firmaron el acuerdo matrimonial a la tercera. Sonrió y pidió otro café, esta vez sólo, solo, como se encontraba. Miró el reloj, las 11. Estaba claro que ella no vendría ya, el juzgado les había citado a las 10. Se levantó y dejó unas monedas en la mesa. Hacía frío, metió el cuello en el anorak y se fue calle abajo pensando —Yo si que me he acostumbrado a que ella llegue tarde. Incluso a que nunca llegue. Hace ya tres años que un automóvil la mató justo cuando venía hacia este mismo bar a firmar el dichoso papelito. Desde entonces, cada 10 de Enero, la espero sentado en la misma mesa aguardando, inútilmente, su llegada. Nunca me libraré de Laura, estaremos casados para siempre… A los pocos minutos se perdía por el final del bulevar.

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