Las tres etapas

1.4K 5 2
                                    

Cuando era joven tenía pocos recuerdos y mucha gente sabía quién era yo. Me pasaba el día corriendo detrás del viento, intentando inútilmente atraparlo con las manos. Me paraba ante el agua de cualquier fuente para saciar mi inagotable sed. Muchas veces se me escapa y otras muchas se evapora con el ardor de mi juventud, que tenía más tierra seca y sedienta que verdes prados anegados. Daba sorbos ansiosos del manantial de la vida tratando de engullir toda el agua que podía precipitadamente. Pero la mayor parte se iba, se perdía; alguna, incluso, ni siquiera llegaba a probar. ¡Había tanta agua que beber y tenía tanta prisa! ¡Ah! ¿Qué hubiera pasado si hubiera bebido de aquella fuente? De aquella niña de ojos negros como la noche. Amaba con vehemencia la vida y la acorralaba en cada esquina para hablarle de cuanto la deseaba. Tenía prisa y nunca escuchaba lo que me quería decir; seguramente, era importante. Todo tu mundo bulle, fluye, te engulle. Estaba vivo, tenía pocos recuerdos porque no necesitaba recordar. Todo lo que quería lo hallaba al alcance de mi mano, a un paso, junto a mí y todas mis vivencias permanecían conmigo. Ya recordaría cuando me hiciese falta, cuando pudiese, cuando tuviese recuerdos. En aquel momento todo estaba conmigo en un presente continuo. Ni siquiera me detenía a pensar ¿Qué pasó con aquel niño que jugaba a indios y vaqueros con los vecinos del bloque?

Cuando me hice adulto la vida se desaceleró de golpe y a punto estuvo, muchas veces, de pararse, de echarme a un lado del camino, de quitarme de en medio. A veces recordaba cuando era niño y no tenía preocupaciones. Las que vivía me ahogaban y casi no me daba ni tiempo para andar persiguiendo el viento como antes. Ahora el viento es quien me perseguía y me arrastraba con la prisa, la responsabilidad y el dinero. ¡Ay! Ya apareció aquella cosa tan importante de la que tanto hablaban mis padres cuando era joven pero que a mí nunca me preocupó. Todo pasó rápido, como un relámpago.

En un pestañear se fue mi niñez y la juventud se fue marchitando poco a poco. Sin embargo, aún seguían conmigo mis amigos de la mocedad, aquellos que me conocían bien, que sabían quién era. Aquellos por los que un día cambié la compañía de mis padres por la suya. Que me ayudaron a crecer como adulto, como persona. Los amigos con los que compartía todo, menos a la chica. Todo aquello que amaba, mi grupo de música, mis cantantes, mis libros, mis actores, mis películas, mis canciones de amor, se ha hecho mayor conmigo. Y de pronto, sin avisar, el primer amigo se va, toma el último barco hacia la otra orilla y desaparece para siempre. Y en ese primer dolor me di cuenta de que mi juventud se fue con él.

Ahora que soy mayor la vida se ralentiza, se detiene en medio de un paréntesis. Se para en un espacio de tiempo indefinido que comenzó el día que empezaron a morirse mis hermanos y que no sé cuándo acabará, aunque es obvio que será cuando yo me haya ido. Ya no tengo prisa para casi nada y ni siquiera el viento me puede mover. Sería necesario un huracán para que se cambiara una sola cosa de mi existencia. Tampoco tengo más sed y mi tierra guarda la humedad recogida en otro tiempo. Todo está hecho, todo se ha cumplido. Los halagos no me pierden y los juicios no me ofenden. Ya casi no me reconozco en los espejos y, a veces, hablo con ellos y les pregunto ¿Qué ha pasado aquí? ¿Dónde está aquel niño inocente y dónde aquel joven idealista y fuerte? Ya muy pocos me reconocen y casi nadie sabe quién era. Y yo mismo pienso de mí, si no sería un espejismo en el sueño de alguien a quien conocí en otra vida. Y todo aquello que recuerdo que amaba ha dejado de existir tal y como fue.

Mis amigos, aquellos que también están viejos, ya no saben quién soy ahora. Muchos han muerto y a otros ni los recuerdo, solo una leve sensación de haberlos conocido en medio de una neblina que todo lo desdibuja, es lo único que me queda de ellos. Mis actores favoritos han muerto o están tan mayores que dan pena. Mis películas ya nos la ve nadie. Mi música se ha quedado obsoleta y mis canciones de amor se han olvidado y sus intérpretes se han ido a la gloria de los buenos músicos o están para el asilo de ancianos. Irreconocibles como yo. Soy un extraño, incluso para mí mismo, en medio de ningún sitio, alguien a quien los demás creen reconocer. Pero, seguramente, se equivocan y nunca ha sabido nadie quién soy realmente.

Posiblemente estoy solo, pero juego cada día a las cartas con una mujer muy seria y enlutada que dice que siempre me ha esperado, desde que nací. Quizás ahora me doy cuenta que soy un trocito de eternidad, semejante a todo aquello que recuerdo que he amado: el niño que fui, el joven rebelde y arrogante, el hombre complejo y sutil y el anciano lleno de achaques en el que me convierto poco a poco y todas las personas con las que compartí mi vida. Puede que venga de algún lugar, más allá de la explosión primigenia, de ese lugar al que volveré cuando todo haya concluido, cuando finalice mi historia pequeña y, sin embargo, fundamental para muchas personas, cuando a través de un rayo de luz y de esperanza, al fin sea reconocido y pase el umbral misterioso y cruce el velo que todos atravesaremos un día con temor reverente.

RELATOSWhere stories live. Discover now