El suicidio

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Llevaba más de dos semanas aguantando la ansiedad más cruel que nadie se pueda imaginar. Al principio mi fuerte determinación me ayudó bastante a superar los primeros días, sobre todo las primeras horas. Creo que eso y el estímulo constante de las palabras de ánimo que me dirigía Susana, fueron las dos cosas determinantes para que, al fin, pudiese con la creciente ansiedad, con ese enorme vacío que a veces me producía un vértigo inconcebible. Así que después de una semana caminaba por las calles como si fuera una persona normal que no estuviera muriéndose por dentro. Comencé a ir al trabajo sin necesidad de que Susana me acompañase hasta la puerta del edificio Hasha, que es el lugar en donde curro, diciéndome hasta la saciedad —Ánimo, cariño, que tu puedes. Ella nunca estuvo de acuerdo con aquella manera de suicidarse. ¿Acaso hay otra mejor?

Y vaya si pude. A los pocos días ya lo tenía controlado, al menos eso pensaba yo. Pero no era así, aún quedaba por llegar la parte más dura y pronto lo pude comprobar. Como decía aquel sabio personaje de aquella sabia película: “Nunca des por terminada la lucha hasta que el árbitro no señala el final del partido” Me gustan las películas con mensaje.

El caso es que poco después, un día en el que me encontraba solo en casa, me vi delante de mi mesa del escritorio, plantado como un zombi sin saber qué hacer. Allí, en uno de los cajones, se hallaba lo necesario: el bote con las cargas, la máquina  y las vainas, que había quitado de mi vista para evitar tentaciones. Sin hacer caso a los últimos intentos que hacía mi conciencia por apartarme de la cabeza esa idea, tomé la maquina y desplace la corredera hacia adelante. Luego puse una carga a lo largo del carril, coloqué en el extremo una de las vainas y con un rutinario movimiento, tiré de la corredera hacia atrás y la carga quedó montada. Aquel sonido, aquel clic tan familiar, me tranquilizó y, aunque parezca mentira, en aquel momento era lo que más deseaba hacer en mi vida. Eché mi cabeza hacia atrás en un gesto de concentración, tomé un encendedor y prendí el cigarrillo por el extremo mientras aspiraba una calada que se hundió y se perdió en mis pulmones. ¡Qué coño! ¡Si de algo hay que morirse que sea con gusto!

RELATOSWhere stories live. Discover now