El sofá

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La dependiente de la casa de muebles había sido muy amable. Desde el primer momento se esforzó por atendernos con una corrección y un entusiasmo encomiables. Al final nos llevamos a casa aquel sofá de color indescriptible pero que, ciertamente, era el más cómodo de todos los que habíamos probado. Nos hacía falta, desde luego, en una casa sin muebles ese gran sillón de tres plazas que era tan grande que parecía de cuatro. Ninguno de los dos advertimos lo que ese mueble nos haría vivir a los pocos días de quedarse en nuestra casa.

Durante varios días nos sentamos en él desparramando nuestros cuerpos en su cómoda armadura mullida con esponjosos cojines. Era un gran sofá y estábamos contentos con él. Hasta que una tarde algo extraño sucedió. El sofá se movió debajo de mi culo… ¡lo juro! Me levanté como si hubiera sido impulsado por un resorte mecánico y me quedé observando el asiento con extrañeza y con cierta aprensión. ¿Realmente se había movido o era una alucinación que sufrí a causa de lo poco que había dormido la noche anterior?

Se lo comenté a mi mujer y ella me confesó, para mi desconcierto, que también había sentido algo extraño con aquel sofá.

-He sentido que me miraba- Me dijo llena de estupor.

-¿Cómo que te ha mirado?- Le pregunté extrañado.

Era imposible que un sillón, por muy bueno que fuera, pudiese mirar a nadie. Los dos estábamos totalmente de acuerdo sobre este punto, sin embargo, desde aquel día no dejamos de percibir una sensación que indicaba, ciertamente, que el sofá nos miraba.

Apenas nos sentábamos en él y siempre con una gran aprensión y durante muy poco rato. Al cabo de dos meses de sugestión colectiva entre mi esposa y yo, era tal la obsesión que a veces nos preguntábamos ¿Y qué pensará de nosotros este sillón?

Lo cierto es que nos observaba. Al menos eso es lo que mi compañera y yo sentíamos. Silenciosamente, desde su alma de sofá nos vigilaba… nos espiaba. Controlaba cada movimiento que hacíamos. Afortunadamente no se podía mover, de lo contario hubiera ido hasta nuestro dormitorio para ver que hacíamos allí por las noches. Estaba convencido.

Aquella tarde, al volver del trabajo, entré en casa como de costumbre… acojonado y como hacía cada día llamé a Luisa pero esta vez no hubo una respuesta. Un nudo en el cuello no me dejaba respirar. Lentamente me encaminé hacia el salón sin dejar de llamar a mi esposa… ¿Luisa? ¿Luisa? Pero no me contestaba. Cuando llegué al salón la escena que contemplé me llenó de terror: el sofá había atrapado a Luisa y la había sofocado apretando los cojines alrededor de su cabeza. Allí estaba mi pobre esposa, blanca, pálida, muerta. Asesinada a manos (bueno quise decir a cojines) de aquel monstruoso ente diabólico.

En el manicomio, pocos días después, me di cuenta de que el sofá era de género femenino y se había enamorado de mi. Fue un terrible crimen pasional. Aunque la policía sostiene que fui yo quien acabé con la vida de mi pobre mujer. No sé a qué se refieren, yo sé que fue el sofá.

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