La escena del crimen

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La habitación presentaba un aspecto aterrador. No había que ser un gran detective, ni siquiera uno bueno, para darse cuenta que allí se había producido un acto muy violento. Sin embargo Jaime Rosales era un excelente policía. La mesa se encontraba tirada patas arriba, igualmente tres de las seis sillas estaban esparcidas por la habitación. El espejo colocado encima de un gran aparador también estaba roto. Y en el suelo, un poco más adelante, entre el comedor y un dormitorio se hallaba el cadáver de una mujer completamente destrozado y desnudo. Por el aspecto se diría que había sido golpeada brutalmente y acuchillada con un arma punzante en su tórax, había sangre por todas partes, sobre todo en las paredes. Unas salpicaduras, con las gotas de forma alargada hacían suponer que ella estuvo dando vueltas por la habitación tratando de escapar de la mortal agresión mientras recibía las puñaladas. 

 -Sí, debió ser un buen baile el de esta noche- Pensó Rosales. 

Era posible que también hubiera sido violada, aunque eso debería confirmarlo el forense después de su examen. Unos cortes de unos diez centímetros en su rostro indicaban que el asesino, o la asesina, había usado el mismo instrumento cortante para hacérselas. Seguramente la muerte se produjo por estrangulamiento, aunque no era imposible que una de las heridas, sobre todas una mayor en el pecho la hubiese causado de igual manera. A simple vista la hipótesis de la asfixia era la más probable, las lesiones en el cuello y la congestión en su cara no dejaban duda alguna. Pero el trabajo del inspector Rosales no era el de médico forense sino el de detective de la BPC (Brigada de la Policía Científica). Llevaba 15 años en el departamento y era uno de los más veteranos, casi de los primeros, pues la BPC era un cuerpo relativamente reciente. Después de la academia había entrado directamente a este departamento así que, prácticamente, toda su experiencia como policía la había obtenido en la Brigada. 

Lo que se podía observar del cadáver de un vistazo y sin moverlo ya le había procurado la información necesaria para sacar sus conclusiones. La mujer que debía tener unos 25 años había muerto estrangulada, después de haber recibido una gran paliza, probablemente había sido violada y el asesino había usado sus manos para quitarle la vida. Ahora estaba seguro que había sido un hombre y no una mujer. A una mujer le resulta muy difícil estrangular a otra mujer con sus manos. Eso estaba claro. Además las contusiones en el cuello eran demasiado profundas, excesivo para la fuerza de una fémina, incluso era posible que la tráquea resultara dañada. Por la falta de livideces en el cuerpo se podía suponer que hacía menos de dos horas que había fallecido. 

Se fijó que en el suelo, cerca de la victima, había un botón. Se agacho para verlo mejor. Era negro, aproximadamente de un centímetro y medio de diámetro, y estaba roto por los agujeritos. Probablemente había sido arrancado de una de las prendas del asesino durante el forcejeo, quizás una chaqueta o tal vez un chaleco. Por supuesto en el laboratorio habría que estudiar con precisión y con detalle el cadáver de la víctima, las uñas, en donde casi siempre se encontraban restos de piel, la ropa, en la que a veces se escondía una invisible prueba, como un cabello, restos de sudor e incluso de saliva. Se examinaría milímetro a milímetro toda la piel del cadáver tratando de encontrar cualquier indicio que aportará luz a la investigación policial. Pero ahora, en la escena del crimen, su trabajo consistía en observar todo lo que pudiera haber alrededor del cadáver y en la habitación, incluso habría que buscar en todo el apartamento. No debía quedar nada sin comprobar. Con sumo cuidado recogió el botón con unas pinzas y lo metió dentro de una pequeña bolsa de plástico que cerró luego herméticamente. Sus ojos acostumbrados por la experiencia, recorrían, de forma rutinaria, todo el suelo de la habitación tratando de encontrar otra prueba que le resultará útil. Encima de una pequeña mesa en un rincón se hallaba un cenicero con tres colillas apagadas. Dos de ellas de la misma marca. Las recogió cuidadosamente, las observó y las colocó en otro de esos saquitos cerrados. De los restos de cigarrillos se obtienen pruebas muy importantes sobre el ADN. 

Sí. Las últimas técnicas de análisis del ADN aplicadas a los procedimientos de investigación policial habían servido, en muchos casos, para esclarecer delitos que antiguamente hubieran sido muy difíciles de solucionar, por no decir imposibles. También podían servir, por ejemplo, para probar, sin ninguna clase de dudas, la paternidad de un hombre que por alguna razón no quisiera hacerse responsable de un embarazo inoportuno. 

El pequeño apartamento sombrío y pobre denotaba con certeza los escasos medios con los que contaban sus habitantes. En la cocina un calendario con la imagen de una Virgen, probablemente una cortesía de la parroquia del barrio, señalaba un mes que no correspondía al actual y más anacrónico aún era el año que databa de dos antes. Viendo ese grasiento almanaque daba la impresión que la vida se había detenido en aquella fecha. El hombre observaba cada detalle de la casa mientras esperaba a que saliera de la habitación la persona a la que había venido a ver. Al cabo de un rato una mujer morena de piel y cabello asomaba por la puerta del salón. Estaba visiblemente disgustada. Su pelo de rizos amplios caía ligeramente sobre los hombros. Era atractiva y joven. Su belleza tenía algo de insolente, tal vez por sus rasgos muy marcados o quizás sencillamente porque era demasiado hermosa. 

-¿Qué es lo que pretendía esa loca? ¿Qué me hiciera cargo de su hijo?- Se dijo. 

En un instante, la discusión fue poco a poco creciendo en intensidad y violencia pero con la misma rapidez que comenzó cesó de golpe como hacen las tormentas en el verano. Tras un leve forcejeo él arrojó a la mujer al suelo e intentó salir de la casa. Aquella mujer se arrastró delante de él impidiéndole el paso. No estaba dispuesta a que se rieran de ella nuevamente. ¿O sí? Se aferró a sus piernas mientras le suplicaba. Mientras le rogaba que no se fuera que no la abandonase. Le pedía por su hijo, por ella. Por ella que se lo había dado todo, que le había entregado su vida, sus ilusiones, su corazón y su cuerpo. Pero él no estaba dispuesto a ceder. A apiadarse lo más mínimo. Su corazón, endurecido por toda una vida compartida con asesinos, criminales y psicópatas de los que había recibido una aciaga herencia, era incapaz de sentir la menor empatía con el sufrimiento. Recordó “Lo que el viento se llevó” y encontró la oportunidad que había estado esperando toda su vida para decir la frase de Clark Gable: “francamente querida, me importa un bledo” Después se la quedó mirando fijamente. 

 Después de dar una vuelta más por todo el piso y por cada una de las habitaciones se dio por satisfecho. Tomó su móvil y llamó al equipo forense, pronto estarían allí, el Juez, el Secretario, el Médico Forense y los expertos con sus cámaras fotográficas y todos sus aparatos de medición. Pero él ya había hecho su trabajo en la escena del crimen. Salió despacio de allí. No había sido mas desagradable que otras veces, aunque en esta particularmente, tuvo que ser mas concienzudo en su examen. Al pasar por delante de un contenedor de basuras arrojó dentro todas las bolsitas con las pruebas que había ido hallando en el piso. Jaime Rosales, inspector de la BPC, miró a la ventana del piso y se dijo: No debo olvidar coserme un botón en el chaleco. Con paso firme se alejó rápidamente, asegurándose de que nadie, absolutamente nadie, le había visto.

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