El heredero

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Cuando divisé de lejos la silueta de aquella casona, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Una sensación eléctrica que me puso el vello de punta activó mi sistema de alarma como el de un banco que está siendo atracado. Había visto casas en películas de terror que daban menos miedo que aquella. Ríete tú de la casa de Norman Bates,  aunque la horrible visión de la casa te quitaba las ganas de reír y además esta historia no es para reírse. Sus torreones impresionantes y lúgubres se alzaban hacia el cielo ensartando sus agujas en los nubarrones que se cernían sobre la mansión, lo cual me hizo pensar que ese era el motivo de porqué una lluvia incesante caía sobre los tejados de pizarra empapándolos por completo. Soy un hombre de natural alegre y bromista y me vino a la memoria el castillo de la familia Monster pero aquella inquietante vivienda, que acababa de heredar de mi bisabuela, no inspiraba ninguna gracia. Aún así me dirigí resueltamente hacia la puerta. Hay ocasiones en las que uno no puede huir de su destino.

Cuando me acerqué a la entrada principal imaginaba que un jorobado Igor, abriría la puerta que chirriaría sobre los goznes como si quisiera partirse, pero no, el gran portón se abrió sin ningún ruido y un hombre menudo, peinado con la raya a un lado para taparse la calva con un flequillo lateral interminable y con cara de quien padece del estómago, me saludó desde el umbral.

–Bienvenido señor, pase. Le estábamos esperando– Me dijo mientras me indicaba con la mano extendida la dirección a la que debía dirigirme.

­–Por aquí, señor, sígame– Dijo y repitió –Por aquí, señor, sígame. Por aquí…

Cuando me di cuenta de que volvería a repetir las mismas palabras si nadie se lo impedía me apresuré a decir –Ya le sigo, ya.

Lo seguí y cruzamos el gigantesco recibidor. Al fondo había una escalera que se dividía en dos en un gran rellano y comenzamos a subirla.

–Pero, dígame ¿Quién es usted?

–Me llamo Gómez, Antonio Gómez y soy el albacea del testamento de su bisabuela.

Nos detuvimos delante de un gran cuadro. Una mujer enlutada hasta las cejas y con una cara que parecía la de un buldog francés, me observaba con severidad.

–Su bisabuela Avelina– Aclaró.

Desde que llegué a la mansión había una cuestión que no podía pasar por alto. El albacea apenas se detuvo y hacía ademán de seguir subiendo la escalera pero yo estaba deseando hacerle una pregunta, bueno, en realidad muchas y una en especial que me inquietaba.

–Y dígame Gómez ¿Quién más me estaba esperando además de usted?– Le pregunté lleno de curiosidad –No sería ella, imagino– Añadí señalando el cuadro.

–Ella, ellos… todos– Contestó con voz misteriosa mientras señalaba otros cuadros que se hallaban colgados a lo largo del distribuidor.

–¿A qué se refiere?– Pregunté nervioso.

–De alguna forma todos ellos permanecen vivos y sus espíritus siguen habitando la casa.

Al final de la escalera nos aguardaba una mujer igualmente enlutada hasta el moño, cuya imagen, que parecía salida de cualquier historia de terror, no invitaba a los excesos de familiaridad. Sin embargo, el hecho de que hubiera otra persona en la casa me alivió. Al menos sabía qué otra persona me estaba esperando.

–Le presento a la señora Julia, persona de confianza de su bisabuela. Yo les dejo que tengo prisa– Dijo esto y salió disparado escalera abajo.

Visto de esa forma y siendo persona de confianza, su aspecto siniestro debería haberse disipado y mitigar cualquier prevención dando paso a un acercamiento más cordial pero yo nunca me he fiado de la gente que bufa antes de hablar. Después de dar un bufido que resonó rebotando por los interminables pasillos, dijo: –¡Bienvenido a la mansión Pancorbo!– Y añadió –Yo me encargaré de usted.

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