El imaginaria

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Llevaba ya cerca de las dos horas de su turno. Era él quien debía de hacer el último. Ya había pasado las dos primeras de su relevo anterior cuando de pronto le pareció ver entrar por la puerta de la compañía una sombra que se deslizó debajo de una de las camas en donde descansaban sus compañeros, aquellos a los que él debía velar. En el silencio de la noche tan solo se oía el leve rumor del aire entrar y salir del dormitorio a su antojo. Era lo único que podía circular libremente por entre los camastros sin que el imaginaria le diera el alto, pero aquella sombra que se cobijó debajo del lecho del cabo 1º no era el viento —¡Alto! ¿Quién anda ahí? Antes de avisar al cuerpo de guardia tenía que asegurarse de que la visión de la escurridiza sombra no era fruto de su imaginación, como cuando hacía unos días, amparado en la oscuridad, creyó ver a su difunto padre entrando en el polvorín con un bulto en las manos —¡Alto! Gritó con más fuerza. Al menos eso le pareció. Pero el grito de alerta no había despertado a ninguno de los durmientes y eso era extraño. No podía razonar con lucidez. Hacía varios meses que su concepción de la realidad se había visto alterada y no podía distinguir bien si lo que percibía era real o una alucinación. Sobre todo después de haber visto a su madre, ya fallecida desde hacía años, entrar un día en su dormitorio para recriminarle acerca de lo mal que le iba todo, de lo inútil que era y de lo mal que acabaría su vida. Y lo peor era que, aunque fuera una alucinación, su madre tenía razón. Sentía miedo. Miedo de su pasado que le venía a atormentar cada día, de su presente, haciendo una “mili” odiosa de la que no sacaría nada de provecho, y sobre todo, miedo de su futuro, más negro que la sombra que aún seguía agazapada debajo de la cama del cabo 1º: la locura. Sí, seguramente acabaría más loco que su hermana Tristana, a la que él llamaba triste Ana.

Se dirigió hacia donde creía que se hallaba la maligna sombra con mucha precaución, dando pasos cortos e inseguros, creyendo, inútilmente, que esa maniobra no sería detectada por la negra nube. Dio unos pasos adelante y alzó el brazo. En aquel instante se dio cuenta de que empuñaba una bayoneta en la mano. Estaba manchada de sangre. Al acercarse, la sombra salió velozmente y pasó a través de su cuerpo atravesándolo como si fuera humo. Un torbellino giró alrededor de su cabeza y todo comenzó a dar vueltas en torno a él hasta que se le nubló la vista. A punto de marearse y llevado por un atisbo de cordura, se llegó al interruptor de la luz y lo accionó.

—¡Despertad, despertad! ¡Alarma! Gritaba desesperado.

Esta vez sus gritos si fueron audibles y la guardia se presentó en la compañía a los pocos minutos. La escena que encontraron era dantesca. 20 soldados de aljibes que pernoctaron esa noche en el cuartel se hallaban en sus camas ensangrentados con sus cuellos degollados. Durante unos minutos los soldados de la guardia deambulaban de un sitio a otro de la compañía andando como muertos, con la sangre helada por un frío de ultra tumba. Sin dar crédito al horror que contemplaban, ni siquiera pusieron bajo arresto al asesino, aunque tampoco hubiera hecho falta, el imaginaria no parecía que quisiera huir, fuera de sí, con la vista perdida, permanecía sentado en un rincón todo cubierto de sangre y con la bayoneta aun en su mano.

A los pocos minutos explotaba el polvorín, llevándose con la explosión casi todo el cuartel y alguna casa aledaña.

—¿Eres tú el imaginaria que tiene el último turno?

—Sí, creo que sí.

—Pues levántate que ya es la hora.

—Ya voy…ya voy.

Llevaba ya cerca de las dos horas de su turno...

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