Avalancha. Parte II

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Los restos aún humeantes de la ciudad eran un terreno perfecto para la cacería.

Desde el momento en que Cyan entró pudo percibir una presencia, difusa pero innegable, que vigilaba cada uno de sus pasos.

Era noche sin luna y la oscuridad era aplastante, el calor que emanaba de los restos chamuscados era asfixiante, comparable con una tarde de verano en el corazón de Haedysion, y el pesado silencio amplificaba el crepitar de las brasas que aún ardían en el fondo de los montículos carbonizados que apenas unas horas antes habían sido casas, tiendas, templos o almacenes de grano y comida.

Mientras caminaba en medio de lo que habían sido estrechas calles, muchas ahora convertidas en callejones, bloqueadas por los restos derruidos, la rubia podía percibir el inconfundible hedor de carne quemada y, de cuando en cuando, los quejidos de gente moribunda que yacía sepultada en lo profundo de los montículos humeantes.

A su derecha, uno de esos quejidos de repente resonó mucho más fuerte; espada en mano, Cyan se volvió para buscar al dueño del agonizante lamento, para encontrarse con el rostro lleno de arrugas de un hombre, enterrado a medias por un montón de escombros y quien abrazaba con inmensa ternura un "bulto" ligeramente más pequeño cubierto de tierra y cenizas.

-¡Fa suranón ama-hiná!- susurró el anciano al percibir los pasos de la joven guerrera abriéndose camino a través del "cerro" de piedra, tierra y madera en cuya ladera se encontraban.

-Lo siento, señor, no hablo su idioma, ¿usted habla zenderantho?- preguntó ella en la llamada "lengua de los comerciantes", que casi todos hablaban, en mayor o menor medida, en Phantasya.

-¡Por favor, a nos ayudas! Por favor, mi hija ¿tú ayudas?- susurró el hombre, mientras se volvía a ver el otro "bulto" a su lado.

Con sumo cuidado la joven guerrera se arrodilló junto a ellos, un tanto temerosa de los sótanos que ella sabía abundaban en aquellas ciudades y cuyos "techos" (que hasta unas horas antes habían sido los pisos de las casas) podían colapsarse en cualquier momento, enviándola a una muerte casi segura.

Un grito de dolor se desprendió de la garganta del anciano, estremeciendo el aire de la noche, mientras Cyan le retiraba un poco la ropa para evaluar la extensión de sus heridas, aunque ella bien sabía que sus posibilidades de sobrevivir eran casi inexistentes.

De hecho, era poco menos que un milagro que estuviera vivo en primer lugar; el anciano estaba enterrado casi hasta el pecho por escombros ardientes y tan solo las quemaduras se extendían hasta el cuello y los brazos, sin contar que debía tener un sin fin de fracturas y contusiones en las piernas y el abdomen, sin mencionar órganos lacerados y músculos carbonizados.

Y seguro aquel hombre lo sabía, sin embargo, no era por él mismo por quien estaba preocupado, sino por la persona que sostenía en sus brazos, a quien señaló con la mirada, en medio de un rictus de dolor, para que Cyan también la revisara.

Con inmenso cuidado, la rubia retiró los escombros aún calientes y varios trozos de tela carbonizada que cubrían a la otra persona, para descubrir, con gran sorpresa, las rechonchas y rosadas facciones de una joven qubold, casi una adolescente, ante lo cual un montón de preguntas se arremolinaron en su cabeza, la más obvia: ¿qué hacía aquella qubold tan lejos de su tierra natal en EttonhyTatze-rohp?

Sin embargo, casi de inmediato, se dio cuenta de que jamás conocería las respuestas, la joven tdwarvan estaba muerta y su "padre" estaba agonizando.

-No se preocupe, ella va a estar bien, se lo prometo- mintió Cyan mientras volvía a cubrir el rostro de la joven -usted, por otra parte... lo siento... pero no... yo... lo siento...-

Phantasya. Trinidad de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora