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Volví por la misma vereda al día siguiente hacia el campo, había llovido y el pasto estaba húmedo. El cielo comenzaba a esclarecer y las nubes moradas casi negras retornaban brillantes y pálidas otra vez. No llevaba nada conmigo, estaba casi seguro de que lo haría esta vez, pero había este "casi" interesante en medio de mi angustia y desfortunio, un "detente" tal vez.

Mi dolor se resumía en insuficiencia.
No había sentido para quedarme, tan vacío y sin algo para ofrecer, ni merecía recibir tampoco nada en absoluto.

Miré el árbol, verdoso por la reciente llovizna, y allá en la mitad de su tronco una soga amarrada; me acerqué despacio y comencé a subir.
Cuando llegué al punto, me abracé al árbol y lloré desconsolado, no sé por qué, tal vez aún, sólo tal vez digo, tenía algo de esperanza.
"¿Por qué?"—grité vehemente.
Levanté la mirada hacia donde el sol se oculta, vi de nuevo ese resplandor, el etéreo atardecer, un precioso arrebol.
Como un castillo celestial que deslumbraba mi itinerante conciencia.
"No habría gustado de un nuevo atardecer de no haber vivido un nuevo día".

En un atardecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora