Capítulo 12

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—Todas las colecciones que había visto hasta ahora tenían un… No sé, un tema común, o un sentimiento común, no sé cómo llamarle…

—¿Gusto? —dijo Paxton. Ahora que había cruzado la línea, se había abierto la veda. Aun así, bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro y miró a su alrededor como si lo fuera a partir un rayo por hablar mal del fallecido. Y tan mal—. No intente buscarle ni pies ni cabeza a su colección, no tiene. Eso se debe a un hecho innegable: Matthew era un hortera. No entendía de arte. Entendía de precio.

Calle se acercó a Pochė.
—Creo que, si seguimos buscando —dijo—, nos encontraremos con uno de Perros jugando al póquer. —Eso la hizo reír. Hasta Paxton se permitió una sonrisa. Todos pararon cuando la puerta principal se abrió y Kimberly Starr entró con aire despreocupado.

—Siento llegar tarde. —Calle y Pochė se quedaron mirándola, sin apenas disimular su incredulidad y su opinión. Tenía la cara hinchada por el botox o por otro tipo de inyecciones cosméticas similares. El enrojecimiento y los hematomas resaltaban la hinchazón antinatural de sus labios y de sus arrugas de expresión. Tenía las cejas y la frente llenas de badenes rosa fucsia que rellenaban las arrugas y que parecían estar creciendo ante sus ojos. Era como si se hubiera caído de cabeza en un nido de avispas —. Los semáforos de Lexington estaban apagados. Maldita ola de calor.

—He dejado los papeles sobre la mesa del estudio —dijo Noah Paxton. Ya
tenía su maletín en una mano y en la otra el picaporte de la puerta —. Tengo un montón de asuntos que rematar en la oficina. Agente Garzón, si me necesita para algo ya sabe dónde encontrarme. —Miró a Pochė poniendo los ojos en blanco, lo que echó por tierra la teoría de la hipotética relación entre la mujer florero y el contable, pero, de todas formas, lo confirmaría.

Kimberly y la detective se sentaron exactamente en los mismos sitios del salón que el día del asesinato. Calle evitó la orejera y se sentó en el sofá con la señora Starr. Probablemente para no tener que verle la cara, pensó Pochė.
El de la cara no era el único cambio. Se había despojado de su ropa de
Talbots e iba vestida de Ed Hardy, con un vestido negro de tirantes, con el dibujo de un enorme tatuaje de una rosa roja y la inscripción « Dedicado a aquel que amo» en un pergamino motero. Al menos la viuda iba vestida de negro.

Kimberly se dirigió a ella con brusquedad, como si aquello fuera una especie de intromisión en su actividad cotidiana.

—¿Y bien? Dijo que tenía algo que quería que viera.

Pochė no personalizaba. Su estilo era evaluar, no juzgar. Su evaluación era que, modalidades personales de dolor aparte, Kimberly Starr la estaba tratando como a una sirvienta y era preciso revertir esa dinámica de poder inmediatamente.

—¿Por qué me mintió sobre su paradero a la hora del asesinato de su marido, señora Starr?.

La cara hinchada de la mujer todavía era capaz de reflejar algunas emociones, y el miedo era una de ellas. A Marìa José le gustó aquella mirada.

—¿A qué se refiere? ¿Mentir? ¿Por qué iba yo a mentir?.

—Se lo diré cuando llegue el momento. Antes quiero saber dónde estaba entre la una y las dos de la tarde, y a que no estaba usted en Dino-Bites. Mintió.

—No mentí. Estaba allí.

—Dejó a su hijo y a la niñera allí y se fue. Ya tengo testigos. ¿Quiere que le pregunte también a la niñera?.

—No. Es verdad, me marché.

—¿Dónde estaba, señora Starr? Y esta vez le recomendaría que dijera la verdad.

—Está bien. Estaba con un hombre. Me daba vergüenza contárselo.

—Cuéntemelo ahora. ¿A qué se refiere cuando dice «un hombre» ?.

—Es usted una zorra. Estaba en la cama con ese tío, ¿vale? ¿Contenta?.

—¿Cómo se llama?.

—No lo dirá en serio.

La cara que Pochė le puso todavía tenía toda su expresividad. Y dejaba ver que iba bastante en serio.

—Y no me diga que con Barry Gable, él dice que usted lo dejó plantado. —
Pochė vio cómo Kimberly abría la boca—. Barry Gable. Ya sabe, el hombre que la agredió en la calle. El hombre que, según le dijo usted al agente Villalobos, debía de ser un carterista y al que no conocía de nada.

—Tenía una aventura. Mi marido acababa de morir. Me dio vergüenza contarlo.

—Pues si y a ha superado su timidez, Kimberly, hábleme de esa otra aventura para que pueda verificar dónde estaba. Y, como puede imaginarse, pienso comprobarlo.

Kimberly le dio el nombre de un médico, Cory Van Peldt. Sí, era la verdad, dijo, y sí, era el mismo médico al que había ido por la mañana. Pochė le pidió que deletreara el nombre y lo escribió en su bloc junto con su número de teléfono. Kimberly dijo que lo había conocido cuando había ido a que le hiciera una valoración facial hacía dos semanas y había saltado la chispa. Pochė apostaba a
que la chispa estaba en sus pantalones y en su cartera, pero no iba a rebajarse a decir eso. Esperaba que Calle tampoco.
Como las cosas seguían teniendo un cariz hostil, Pochė decidió presionarla. En unos minutos necesitaría la cooperación de Kimberly con las fotos y quería que se lo pensara dos veces antes de mentir, o que estuviera tan nerviosa que se le notara si lo hacía.

—No es usted muy de fiar.

—¿Qué se supone que quiere decir con eso?

—Dígamelo usted, Laldomina.

—¿Perdón?

—Y Samantha.

—Oiga, no empiece con eso, nanai.

—Vaya, estupendo. Long Island cien por cien. —Miró a Calle—. ¿Ves lo que es capaz de hacer la tensión? Toda esa bonita pose por los suelos.

—En primer lugar, mi nombre legal es Kimberly Starr. No es ningún delito cambiarse el nombre.

—Écheme una mano, ¿por qué Samantha? Me la estoy imaginando con su color natural y la veo más como Tiffany o Crystal.

—A ustedes, los polis, siempre les ha encantado jodernos la marrana a las chicas que salimos adelante como podemos. La gente hace lo que tiene que hacer, ¿se entera?

—Por eso estamos teniendo esta conversación. Para descubrir quién hizo qué.

—Si eso significa si yo he matado a mi marido… Dios, no me puedo creer ni que haya dicho eso… La respuesta es no. —Esperó alguna reacción por parte de Pochė, pero no se la dio. Que se imaginara lo que quisiera, pensó.
—Mi marido también se cambió el nombre, ¿lo sabía? En los años ochenta. Hizo un seminario sobre marcas y llegó a la conclusión de que lo que lo estaba frenando era su nombre. Bruce DeLay. Decía que las palabras « construcción» y « DeLay » no eran la mejor herramienta de venta, así que buscó nombres que fueran positivos para la marca. Ya sabe, que fueran optimistas y que inspiraran confianza. Hizo una lista, nombres como Champion y Best. Eligió Star y añadió una « r» para que no sonara falso. Al igual que le había sucedido el día anterior, cuando había pasado de  su opulento vestíbulo a sus oficinas de ciudad fantasma, Pochė vio cómo otro trozo de la imagen pública de Matthew Starr se rompía y se caía al suelo.

—¿Cómo se decidió por Matthew?

—Investigando. Hizo una encuesta entre el público objetivo para ver qué nombre creía la gente que le pegaba más. Así que, ¿y qué si yo me he cambiado también el mío? Me importa un bledo, ¿se entera?.

La agente Garzón decidió que ya había obtenido todo lo posible de ese tipo de preguntas, y estaba contenta por tener finalmente una coartada fresca que comprobar. Sacó las fotos de reconocimiento. Cuando las estaba colocando y diciéndole que se tomara su tiempo, Kimberly la interrumpió en la tercera instantánea.

—Ese hombre de ahí. Lo conozco. Es Miric.

Ola De Calor (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora