Capítulo 20

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-Ven aquí -ordenó, dando un paso hacia ella. La fase de conversación
había acabado. Ella dudó y avanzó hacia él. Su corazón retumbaba y era capaz de oír su propio pulso. Si lo hacía, tenía que ser rápida. Se sintió como si estuviera a punto de tirarse al agua desde una gran altura y ese pensamiento hizo que su corazón se acelerase más. Recordó al policía que había cometido un error el año anterior en el Bronx y había perdido media cara. Pochė llegó a la conclusión de que eso no era de gran ayuda, y se centró de nuevo en sí misma, visualizando sus movimientos. -Zorra, cuando digo que vengas, es que vengas. -Levantó el arma hasta la altura de su pecho.

Se acercó más de lo que él quería y de lo que ella necesitaba y, mientras lo
hacía, levantó las manos en un gesto de sumisión, haciéndolas temblar
ligeramente para que sus pequeños movimientos no dejaran al grandullón darse cuenta de lo que iba a pasar. Y cuando pasara tendría que ser como un rayo.

-No me dispare, ¿está bien? Por favor no me dis...

En un solo movimiento, levantó la mano izquierda y la puso en lo alto de la pistola, con su dedo pulgar como cuña sobre el martillo, mientras la echaba a un lado y la deslizaba hacia la derecha de él. Enganchó sus pies entre los del hombre y lo golpeó con el hombro en el brazo, mientras le arrancaba el arma de un tirón hacia arriba y le daba la vuelta hacia él. Cuando se la quitó para apuntarle, oyó cómo se le rompía el dedo al girar sobre el seguro del gatillo. El hombretón soltó un grito.

Luego todo se complicó. Intentó alejar el arma, pero el dedo roto de él
colgaba sobre el seguro, y cuando finalmente liberó la pistola, con el impulso se le escapó de la mano y se cayó en la alfombra.

Pochenko la agarró del pelo y la lanzó hacia el pasillo. Pochė intentó
enderezarse y llegar a la puerta de entrada, pero él arremetió contra ella.
La agarró por uno de los antebrazos, pero no pudo retenerla. Tenía las manos sudorosas y ella estaba resbaladiza del baño de espuma.

Pochė se liberó de su mano, se dio la vuelta y le dio con el talón de su otra mano en la nariz. Se oyó un «crac» y lo oyó jurar en ruso. Girando sobre sí misma, levantó el pie para darle una patada en el pecho y empujarlo hacia la sala de estar, pero el hombre tenía
las manos sobre los regueros gemelos de sangre que manaban de su nariz rota, y la patada lo alcanzó en el antebrazo. Cuando intentó cogerla, ella le soltó dos rápidos golpes de izquierda en la nariz, y mientras él se dolía de eso, Pochė se dio la vuelta para girar el cerrojo de seguridad de la puerta de entrada y gritó:

-¡Socorro, fuego! ¡Fuego! -Era, tristemente, la manera más segura de
motivar a los ciudadanos para llamar al 911.

El boxeador que Pochenko llevaba dentro volvió a la vida. Le asestó un fuerte golpe de izquierda en la espalda que hizo que se estrellara contra la puerta. Su ventaja era la velocidad y el movimiento, y Pochė los usó de tal manera que su siguiente golpe, un izquierdazo dirigido a su cabeza, resultó fallido y él empotró

sus nudillos en la madera. Cuando estaba agachada, rodó entre sus tobillos, barriéndole las piernas y haciendo que se cayera de bruces en el suelo.

Mientras estaba tumbado, ella se dirigió a la sala de estar para buscar la pistola. Se había colado por debajo del escritorio, y el tiempo que le llevó encontrarla fue demasiado. En cuanto Marìa José se agachó para cogerla, el oso de Pochenko la abrazó desde atrás y la levantó del suelo, pataleando y dando puñetazos al aire. Él puso la boca en su oreja.

-Ya eres mía, zorra -dijo.

Pochenko la llevó hacia la entrada de camino a la habitación, pero Marìa José no había acabado aún. Al pasar por la cocina, estiró los brazos y las piernas y las enganchó en las esquinas. Fue como si hubiera pisado el freno, y cuando la cabeza del ruso se inclinó hacia delante, ella lanzó la suya hacia atrás, sintiendo un agudo dolor cuando los dientes de él se rompieron contra la parte trasera de su cráneo.

Él juró de nuevo y la tiró en el suelo de la cocina, saltando sobre ella e

inmovilizándola con su cuerpo. Era el fin de la pesadilla, con todo el peso de él sobre su cuerpo. Pochė se sacudió y se retorció, pero él tenía la gravedad a su favor. Le soltó la muñeca izquierda, pero sólo para dejar libre la mano en la que no tenía el dedo roto y ponérsela alrededor del cuello. Con la mano libre, ella le dio un puñetazo en la mandíbula, pero él ni se inmutó. Y le apretó el cuello con más fuerza. La sangre que le goteaba de la nariz se le caía en la cara, ahogándola.
Ella sacudía la cabeza a un lado y a otro y le dio un golpe con la mano derecha, pero el estrangulamiento la estaba dejando sin fuerzas.

La niebla fue entrando sigilosamente por los extremos de su campo de visión.

Sobre ella, la cara de determinación de Pochenko se llenó de una cascada de estrellas parpadeantes. Él se estaba tomando su tiempo, viendo cómo los
pulmones de ella se quedaban lentamente sin oxígeno, notando cómo se iba quedando sin fuerzas, viendo cómo su cabeza se movía cada vez menos.

Pochė volvió la cara hacia un lado para no tener que verlo. Pensó en su madre, asesinada a un metro de distancia sobre ese mismo suelo, pronunciando su nombre. Y mientras la oscuridad se cernía sobre ella, la detective pensó en lo triste que era no tener un nombre que pronunciar.

Y entonces vio el cable.

Con los pulmones abrasados, al límite de sus fuerzas, Pochė buscó a tientas el cable suspendido en el aire. Tras dos intentos fallidos, lo agarró y la plancha se cayó de la tabla al suelo. Si a Pochenko le importó, no lo demostró, y probablemente lo tomó como el último intento de la zorra.

Pero entonces sintió la quemadura de la plancha en un lado de la cara.

Gritó como Marìa José no había oído gritar nunca a ningún animal. Cuando retiró la mano de su cuello, el aire que ella engulló sabía a la carne quemada de él.

Levantó de nuevo la plancha, esta vez balanceándola con fuerza. Su pico calienten lo alcanzó en el ojo izquierdo. Él volvió a gritar, y su grito se mezcló con las sirenas que se acercaban a su edificio.

Pochenko consiguió ponerse en pie y empezó a andar dando traspiés por la cocina, sujetándose la cara, girando la esquina del camino de entrada. Se

recuperó y salió con pasos pesados. Cuando consiguió levantarse y llegar a la sala, Pochė oyó resonar sus pasos por la escalera de incendios dirigiéndose hacia el tejado.

Garzón cogió su Sig y trepó por las escaleras metálicas hasta el tejado, pero ya era demasiado tarde. Las luces de emergencia iluminaban parpadeantes las fachadas de ladrillo de su calle, y otra sirena que se acercaba eructó tres veces en el cruce de la Tercera Avenida. Recordó que estaba desnuda y decidió que sería mejor bajar y ponerse algo.

Ola De Calor (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora