Capítulo 44

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Poché estaba de pie en la sala de descanso de la comisaría mirando fijamente a través del cristal de la puerta del microondas el cartón de arroz frito con cerdo a la barbacoa. Reflexionó —y no era la primera vez— sobre cuánto tiempo pasaba en aquel edificio mirando a través de ventanas esperando resultados. Si no era a sospechosos a través de las de salas de interrogatorios, era a las sobras a través de la del microondas.

Sonó el pitido y sacó el cartón rojo humeante con el nombre del detective Ruiz escrito con rotulador en dos de las caras con triple exclamación incluida. Si realmente le importara, se lo habría llevado a casa. Y luego pensó en el glamour de la vida de policía. Acabar la jornada laboral con más trabajo y cenando unas sobras que ni siquiera son tuyas.

Por supuesto, Calle había intentado presionarla para quedar para cenar.

Obviamente, la ventaja que le proporcionaba su generosa oferta de involucrar a Casper era que la reunión había acabado a la hora de la cena y que, incluso en una noche húmeda y desagradable, no había nada como sentarse al aire libre en el Boat Basin Café con unos cestos de hamburguesas carbonizadas, un cubo galvanizado de Coronitas plantadas en hielo y la vista de los veleros en el Hudson.

Le dijo a Calle que tenía una cita. Cuando Daniela consiguió recomponer su expresión, apostilló que era en la oficina con la pizarra. Poché no quería torturarla.

Bueno, sí quería, pero no de ese modo.

En la tranquilidad de la oficina vacía, sin teléfonos ni visitas que la interrumpieran, la detective Garzón contempló nuevamente los hechos escritos delante de ella en el paisaje de la enorme pizarra esmaltada como de porcelana.

Hacía sólo una semana, se había sentado en esa misma silla con ese mismo panorama nocturno tardío. Esta vez tenía más información para examinar. La pizarra estaba llena de nombres, líneas cronológicas y fotografías. Desde su anterior noche de deliberación silenciosa, se habían producido dos delitos más.

Tres, contando el ataque de Pochenko hacia ella.

—Pochenko —musitó—, ¿Dónde te has metido?

María José reflexionaba. Era cualquier cosa menos mística, pero creía en el poder del subconsciente. Bueno, al menos del suyo. Se imaginó su mente como si fuera una pizarra en blanco, y la borró. Al hacerlo, se abrió a lo que tenía ante ella y a cualquier diseño que pudieran formar hasta ahora las pruebas. Sus pensamientos flotaban. Apartó de un plumazo los que no venían a cuento y se ciñó al caso.

Quería una corazonada. Quería descubrir algo que le hablara. Y quería saber qué se le había pasado por alto.

Se dejó llevar, planeando sobre los días y las noches del caso usando su gran pizarra como guía Fodor de viaje. Vio el cadáver de Matthew Starr en la acera y volvió a visitar a Kimberly rodeada de arte y opulencia con su pena de falsa adolescente; se vio a sí misma entrevistando a las personas que habían formado parte de la vida de Starr: rivales, asesores, su corredor de apuestas con el matón ruso, su amante, los porteros del edificio. La amante. Algo que había dicho la amante la hizo retroceder. Un detalle incómodo. Poché prestaba atención a las incomodidades porque eran la voz que Dios les daba a las pistas. Se levantó, se acercó a la pizarra y se puso delante de la información de la amante que había escrita en ella. 

«Romance de oficina, carta de amor interceptada, alta ejecutiva, dejó la empresa, tienda de magdalenas, feliz, sin móvil» . Y luego miró al lado.

«¿Aventura con la niñera?».

La antigua amante había visto a Matthew Starr en Bloomingdale's con una nueva amante. Escandinava. A Poché, Agda le había parecido personalmente intrascendente y, lo que era más importante, tenía una coartada para el crimen.

Pero entonces, ¿Qué era lo incómodo?

Puso la caja vacía de comida china para llevar sobre la mesa de Ruiz y pegó un Post-it en ella dándole las gracias a ¡¡¡Ruiz!!! y regocijándose perversamente en las exclamaciones triples. Abajo, escribió otra nota para quedar con Agda a las nueve de la mañana para charlar.

Había un coche patrulla de la 1-3 estacionado delante de su apartamento cuando llegó. La detective Garzón saludó a los policías que se encontraban dentro de él y subió las escaleras. Aquella noche no llamó al capitán para que se fueran. Tenía frescas en la memoria las marcas en el cuello de Barbara Deerfield. Poché estaba agotada y muerta de sueño.

Nada de caprichos. Se duchó en lugar de bañarse.

Se metió en cama y olió a Calle en la almohada, a su lado. La atrajo hacia sí y respiró profundamente, preguntándose si debería haberla llamado para que se pasara por allí. Antes de que pudiera responderse, se había quedado dormida.

Todavía era de noche cuando sonó el teléfono. El sonido le llegó a través de las profundidades de un sueño del que tuvo que luchar para salir. Extendió el brazo para coger el móvil de la mesilla con los dedos sin fuerza por el sueño y se cayó al suelo. Cuando logró agarrarlo, había dejado de sonar.

Reconoció el número y escuchó los mensajes de voz. «Hola, soy Sebas. Llámame inmediatamente, ¿vale? Tan pronto como escuches esto». Tenía un poso de urgencia jadeante nada propio de él. El sudor de la piel desnuda de María José se estremeció cuando el mensaje continuó: «Hemos encontrado a Pochenko».

Ola De Calor (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora