Capítulo 17

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Cuando el sólido ascensor industrial llegó a su loft, Calle la estaba esperando al otro lado de las puertas de reja de acordeón.

—Poché. Al final has venido.

—En tu mensaje decías que tenías algo que enseñarme.

—Así es —dijo, y desapareció a grandes zancadas doblando una esquina—.Por aquí. Lo siguió hasta su cocina de diseño. En el otro extremo de la misma, en la estancia diáfana, como llamaban en los programas de decoración de la televisión por cable a esos espacios abiertos que combinaban salas de estar y comedor al lado de una cocina abierta, había una mesa de póquer, una mesa de póquer real con un tapete de fieltro. Y estaba rodeada de... jugadores de póquer. Ella frenó en seco.

—Calle, no hay nada sobre el caso que me quieras enseñar, ¿verdad?.

—Tú sabrás, tú eres la detective, ¿no? —Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa traviesa—. ¿Habrías venido si te hubiera invitado sólo para jugar al póquer? A Poché le entraron unas ganas enormes de irse por donde había venido, pero los jugadores de póquer se levantaron para saludarla y allí se quedó. Mientras Calle la escoltaba hacia la sala, dijo:—Si de verdad necesitas una razón de trabajo para estar aquí, puedes aprovechar para darle las gracias al hombre que consiguió la orden judicial para el Guilford. Juez, ésta es la detective María José Garzón, del Departamento de Policía de Nueva York. El juez Simpson parecía un poco diferente vestido con un polo amarillo y parapetado tras grandes montones de fichas de póquer, en lugar de detrás de su estrado.—Voy ganando —afirmó, al tiempo que le estrechaba la mano. La presentadora de un programa de noticias, que tanto ella como el resto de Estados Unidos admiraba, estaba también allí con su marido, que era director de cine. La presentadora dijo que se alegraba de que hubiera allí un policía, porque le habían robado.—Un juez, además —apostilló su marido. Calle acomodó a Poché en la silla vacía entre ella y la mujer de las noticias, y antes de que Poché se diera cuenta, el marido oscarizado de la presentadora le estaba repartiendo una mano. Se alegró al comprobar que era un juego con apuestas bajas, pero luego la preocupó que hubieran bajado las apuestas en deferencia a su nivel salarial. Sin embargo, estaba claro que se trataba más de diversión que de dinero. Aunque ganar seguía siendo importante, sobre todo para el juez. Al verlo por primera vez sin su toga, con la luz encima de la cabeza haciendo brillar su calva y la obsesión frenética de su juego, Poché no pudo evitar compararlo con otro Simpson. Habría renunciado a un bote sólo por oírle decir « ¡mosquis!» .Después de repartir la tercera mano, las luces bajaron de intensidad y volvieron a subir.

—Ahí están —dijo Poché—. El alcalde dijo que iba a haber caídas de tensión.

—¿Cuántos días llevamos con esta ola de calor? —preguntó el director de cine.

—Éste es el cuarto —dijo su mujer—. Entrevisté a un meteorólogo y dijo que para que una ola de calor fuera considerada como tal, tenían que pasar al menos tres días consecutivos con temperaturas por encima de treinta y dos grados. Una mujer apareció en la cocina, y añadió:

—Y si el calor dura más de cuatro días, consulte inmediatamente a su médico.

La sala estalló en risas, y la mujer salió de detrás del mostrador haciendo una profunda y teatral reverencia, coronada por un elegante y amplio movimiento de brazo hacia arriba. Calle le había hablado de su madre. Por supuesto, ella ya sabía quién era María Fernanda Soto. No se podían ganar premios Tony y aparecer en la sección de Style y en los collages de fiestas de Vanity Fair tan a menudo como ella y pasar desapercibida. Con sus más de sesenta años, Mafe había pasado de ser la chica ingenua a la gran dama (aunque Calle una vez le confesó a Poché que ella lo deletreaba como gran D-a-ñ-a). La señora rebosaba maneras de alegre diva, desde su aparición a su entrada en la gran sala para estrechar la mano de Poché y armar un escándalo diciéndole cuánto le había oído hablar a Daniela de ella.

—Y yo de usted —respondió Poché.

—Puedes creerlo todo, querida. Y si no es verdad, cuando vaya al infierno ya lo arreglaré allí. —Se deslizó, porque no había manera más exacta de describirlo, se deslizó hacia la cocina. Calle le sonrió a Poché.—Como puedes ver, creo a pies juntillas en la publicidad.

—Yo estoy aprendiendo a hacerlo. —Oyó un tintineo de hielo en un vaso y vio a Mafe abrir una botella de Daniela. Sí, pensó, estoy aprendiendo mucho, Daniela Calle. La presentadora de las noticias apeló al sentido de la responsabilidad cívica de Calle y ella apagó el aire acondicionado. Poché se asomó por encima de sus cartas y siguió con la mirada sus pantalones cortos y su camiseta de 3D de U-2 mientras cruzaba descalzo la alfombra oriental hasta la pared más alejada. Se inclinó para abrir las ventanas de guillotina que proporcionaban a su ático vistas de Tribeca, y cuando los ojos de Poché se despegaron de ella lo hicieron para centrarse en la mole de un edificio distante, el River Starr, en el Hudson, iluminado a contra luz por Jersey City. Toda la estructura estaba a oscuras, salvo por la luz roja de aviación situada en lo alto de una grúa parada que pendía sobre la piel que sostenía las vigas. Tendrían que seguir esperando.

—Las vistas son muy buenas —dijo Mafe, ocupando la silla de su hija al lado de Poché. Y mientras Calle se inclinaba para abrir la siguiente ventana, la gran dama se ladeó para susurrar—: Yo soy su madre y aun así creo que las vistas son maravillosas. Y no es por atribuirme el mérito. —Y luego afirmó, por si no había quedado claro—: Daniela ha heredado mi culo. Obtuve unas críticas maravillosas en ¡Oh! ¡Calcutta!. 

Dos horas más tarde, después de que Calle, la presentadora de las noticias y más tarde su marido abandonaran, Poché ganó aún otra mano más contra el juez. Simpson dijo que le daba igual, aunque, viendo su expresión, ella se alegró de que le hubiera dado la orden judicial antes de la partida de póquer.

—Supongo que por alguna razón esta noche las cartas no están a mi favor. 

Ella se moría de ganas de añadir « ¡mosquis!» .

—No son las cartas, Horace —dijo Calle—. Por una vez hay alguien en esta mesa capaz de interpretar tus gestos. —Se levantó y cruzó hasta el mostrador para coger una tibia porción de ray's de la caja, y pescar otra fat tire del hielo del fregadero—. Para mí esta noche sigues teniendo una cara de póquer enorme. No consigo ver qué se cuece tras la taciturna máscara judicial. Tanto podría ser« yuju» como « vaya» . Pero esta de aquí te ha calado. —Calle se sentó de nuevo, y Poché se preguntó si el paseíllo de la pizza y la cerveza había sido una artimaña para acercar su silla a la de ella.

—Mi cara no revela nada —se defendió el juez.

—No se trata de lo que tú reveles con tu cara —dijo Calle—, sino de lo que ella es capaz de ver. —Se giró hacia ella, mientras hablaba con el juez—. Hace semanas que estoy con ella, y no creo que haya conocido jamás a nadie tan bueno leyendo los pensamientos de la gente. Le dirigió aquella mirada y, aunque no estaban ni por asomo tan cerca uno del otro como para sentir su respiración, como lo habían estado aquel día en el balcón de Starr, ella notó que se ruborizaba. Así que se dio la vuelta para reunir el bote, preguntándose a qué demonios estaba ella jugando allí, y no se refería a las cartas.

—Creo que debería irme —se limitó a decir.

Ola De Calor (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora