Capítulo 36

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Ruiz no exageraba con lo de los tapones para los oídos. Cuando Kimberly Starr llegó al apartamento, se puso a gritar con todas sus fuerzas. Ya parecía afectada cuando salió del ascensor y comenzó a emitir un débil gemido al ver los herrajes de la puerta sobre la alfombra del vestíbulo. Poché intentó cogerla del brazo cuando entró en su casa, pero ella se desembarazó de la detective y su gemido fue aumentando de intensidad hasta convertirse en un auténtico chillido de película de terror de los años cincuenta.

A Poché se le retorcieron las tripas por la mujer mientras Kimberly dejaba caer su bolso y gritaba de nuevo. Rechazó la ayuda de todo el mundo y levantó un brazo extendido cuando Poché intentó acercarse a ella. Cuando los gritos cesaron, se dejó caer en el sofá gimiendo: «No, no, no». Levantó y giró la cabeza para observar toda la habitación, los dos pisos.

—¿Cuánto se supone que debo soportar? ¿Alguien podría decirme cuánto más se supone que tengo que soportar? ¿Por qué me está pasando esto a mí? ¿Por qué? —Con la voz ronca de gritar, continuó así, gimiendo preguntas retóricas que cualquier persona en su sano juicio o compasiva que estuviera en la habitación no osaría responder. Así que esperó a que parara.

Calle salió de la habitación y volvió con un vaso de agua, que Kimberly cogió y se bebió de un trago. Había bebido la mitad del agua, cuando se atragantó y la escupió sobre la alfombra, tosiendo y jadeando para poder coger aire hasta que su tos se convirtió en un gimoteo. Poché se sentó con ella, pero no la tocó. Al cabo de un rato, Kimberly se giró para darle la espalda y hundió la cara en sus manos, convulsionándose con profundos sollozos.

Después de diez largos minutos ignorándolos, la viuda recogió su bolso del suelo, sacó un bote de pastillas y se tomó una con el agua que le quedaba. Se sonó sin motivo y se sentó retorciendo el pañuelo de papel como había hecho días antes, cuando intentaba digerir la noticia del asesinato de su marido.

—¿Señora Starr? — Poché habló en un tono ligeramente superior a un susurro, pero Kimberly se sobresaltó—. En algún momento me gustaría hacerle unas preguntas, aunque no tiene que ser ahora.

Ella asintió y susurró:

—Gracias.

—Cuando se sienta con fuerzas, esperemos que, durante el día de hoy, ¿le importaría echar un vistazo para ver si se han llevado algo más?

Volvió a asentir.

—Lo haré —volvió a susurrar.

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En el coche, durante el corto viaje de vuelta a la comisaría, Calle dijo:

—Esta mañana decía medio en serio lo de llevarte a tomar un brunch. ¿Qué dirías si te invitara a cenar?

—Que estás forzando la situación.

—Vamos, ¿no te lo pasaste bien anoche?

—No. Me lo pasé más que bien.

—Entonces, ¿Cuál es el problema?

—No hay ningún problema. Así que no vayamos a crear uno dejando que interfiera en el trabajo, ¿vale? ¿O es que no te has dado cuenta de que tengo no uno, sino dos casos de homicidio abiertos, y ahora un robo multimillonario de arte?

Poché aparcó en doble fila el Crown Victoria entre dos coches de policía también aparcados en doble fila delante de la comisaría de la calle 82. Se bajaron y Calle habló sobre el caliente techo metálico:

—¿Cómo puedes tener una relación con este trabajo?

—No las tengo. Cuidado.

Entonces oyeron a Sebas gritar:

—No lo cierres, detective. —Mario y Sebas venían jadeando del aparcamiento de la comisaría hacia la calle. Cuatro policías se estaban acercando.

—¿Tenéis algo? —preguntó Poché.

Los Roach se acercaron a su puerta abierta.

—La brigada de Robos ha tenido éxito llamando a las puertas del Guilford — informó Sebas.

—Un testigo presencial que venía de un viaje de negocios vio a un grupo de tíos saliendo del edificio sobre las cuatro de la mañana —continuó Ruiz—. Le pareció raro, así que apuntó el número de la matrícula de la furgoneta.

—¿Y no llamó a la policía? —dijo Calle.

—Tía, tú eres nueva en esto, ¿verdad? —se mofó Sebas—. De todos modos, la hemos investigado y la furgoneta está registrada en una dirección de Long Island City. —Levantó la nota en el aire y Garzón se la arrebató de las manos.

—Subid —ordenó. Pero Ruiz y Villalobos sabían que aquello era importante y cada uno de ellos tenía ya una pierna dentro del vehículo. Poché arrancó el coche, cogió la sirena y la puso en el techo. Calle estaba aún cerrando una de las puertas traseras cuando ella llegó a Columbus y la encendió.

Ola De Calor (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora