Capítulo 19

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Aunque se quedó paralizada en el pasillo, el primer pensamiento de Pochė fue que, en realidad, no lo había oído. Había revivido tantas veces el asesinato de su madre, que tenía clavado en la mente ese sonido de anilla de lata. ¿Cuántas veces ese chasquido seguido del siseo la había despertado repentinamente de pesadillas, o la había hecho estremecerse en la sala? No, no podía haberlo oído.
Se lo repitió a sí misma en los eternos segundos que permaneció allí de pie,
con la boca seca, y desnuda, esforzándose para escuchar por encima del maldito ruido nocturno de la ciudad de Nueva York y de su propio pulsó.

Le dolían los dedos de clavarse el botón roto de la manga. Relajó la mano, pero no dejó la chaqueta por miedo a hacer cualquier ruido que la delatará.
¿Ante quién?
« Date un minuto —se dijo a sí misma. Estate quieta, sé una estatua mientras cuentas sesenta y déjalo ya».

Se maldijo a sí misma por estar desnuda y por lo vulnerable que eso la hacía sentir. Se daba un capricho con el baño de espuma, y ahora mira.

«Deja eso y céntrate —pensó—. Sólo céntrate y escucha cada centímetro cuadrado de la noche».

Tal vez fuera un vecino. ¿Cuántas veces había oído ella el sonido de gente haciendo el amor, tosiendo o colocando platos a través del espacio entre sus ventanas abiertas?.
Las ventanas. Estaban todas abiertas.
En una simple fracción de su minuto, levantó uno de sus pies descalzos de la alfombrilla y lo colocó un paso más cerca de la cocina. Escuchó. Nada.

Pochė se atrevió a dar otro paso a cámara lenta. En medio de él, le dio un vuelco el corazón al ver moverse una sombra en el trozo de suelo que veía de la cocina. No dudó ni se detuvo a escuchar de nuevo. Salió corriendo.

En su carrera por delante de la puerta de la cocina hacia la sala, Pochė dio un golpe al interruptor, apagando la única lámpara encendida, y se abalanzó sobre su escritorio. Su mano aterrizó dentro del gran bol toscano que habitaba allí, en la esquina trasera. Estaba vacío.

—¿Buscas esto? — Pochenko invadió el umbral de la puerta con su arma fuera de servicio.

La brillante luz de la cocina que estaba a sus espaldas recortaba su silueta, pero ella podía ver que la Sig Sauer estaba aún en su funda, como si ese cabrón arrogante no la fuera a necesitar, al menos todavía.

Haciendo frente a la situación, la detective hizo lo que siempre hacía, dejar el miedo a un lado y ser práctica. Pochė consideró mentalmente una lista de opciones.

Una: podía gritar. Las ventanas estaban abiertas, pero él podía empezar a disparar, algo que, de momento, no parecía muy inclinado a hacer.

Dos: conseguir un arma. Su pistola de refuerzo estaba en su bolso, en la cocina o en su habitación, no estaba muy segura. Para ir a cualquiera de los dos sitios tendría que pasar a su lado.

Tres: ganar tiempo. Lo necesitaba para improvisar un arma, para escapar o para quitárselo de encima. Si aquello fuera un secuestro, utilizaría la palabra. Buscaría el compromiso, la humanización, ralentizar el reloj.

—¿Cómo me ha encontrado? —Bien, pensó, por lo menos su voz no sonaba asustada.

—¿Crees que eres la única que sabe cómo seguir a alguien?.

Marìa José dio un pequeño paso hacia atrás para atraerlo al interior de la habitación y sacarlo fuera del recibidor. Repasó los pasos que había dado desde que había salido de la comisaría.

—Soho House, la partida de póquer de Calle— y se estremeció al darse cuenta de que aquel hombre había presenciado cada una de sus acciones.
—No es difícil seguir a alguien que no sabe que lo están siguiendo. Deberías saberlo.

—¿Y por qué lo sabe? —Dio otro paso atrás. Esta vez él se movió con ella un
paso hacia delante—. ¿Era policía en Rusia?.

Pochenko se rió.

—Algo así. Pero no para la policía. Quieta ahí. —Sacó la Sig y tiró a un lado la funda, como si se tratara de basura—. No quiero verme obligado a dispararte.—Y añadió—: No hasta que haya terminado.

Cambio de planes, se dijo a sí misma, y se preparó para la peor opción. Pochė había practicado la técnica para desarmar a una persona y quitarle el revólver sólo un millón de veces. Pero siempre con un instructor como adversario, o con un compañero policía. Pero Garzón se consideraba una deportista en constante entrenamiento y lo había practicado hacía solamente dos semanas. Mientras coreografiaba los movimientos en su cabeza, siguió hablando.

—Tiene pelotas para presentarse aquí sin su propia arma.

—No la voy a necesitar. Esta mañana me la jugaste, pero esta noche no, ya
lo verás.

Se dio la vuelta para accionar el interruptor de la luz, y ella aprovechó para dar un paso hacia él. Cuando la lámpara se encendió, el ruso la miró y dijo:

—Como le gusta a papaíto.

Miró con descaro su cuerpo de arriba abajo. Irónicamente, Pochė se había
sentido más violada por él aquella tarde, en la sala de interrogatorios, con la ropa puesta. A pesar de todo, se cubrió el cuerpo con los brazos.

—Tápate todo lo que quieras. Te dije que sería mío, y lo será.

Garzón evaluó la situación. Pochenko sostenía su pistola con una sola mano, una ventaja, dado que era más fuerte que ella. También estaba el tamaño, aunque ella sabía por la llave del metro que era grande, pero no rápido. Sin embargo, él era el que tenía la pistola.

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Ola De Calor (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora