66. El Mi arbar

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Siempre cumplo mis promesas.

Y cuando no lo hago, pago por ellas.

Yo misma me castigo, yo sola asumo mi error.

Hoy estoy aquí para cumplir una de las muchas promesas que os he ido haciendo durante el fic.

Sí, sí, a vosotras.

Hoy he vuelto al bar en el que trabajé una temporada, como os prometí aquel martes que nos pilló cerrado. Os traigo para que conozcáis a dos personas muy importantes para mí, y para contaros por qué este bar fue tan determinante en nuestra historia.

Si la máquina quiere, claro.

—Dentro mejor, ¿no? Hace frío—me frena Alba cuando voy a sentarme en una de las sillas de la terraza. Hoy hace un sol estupendo. Es lo que más me gusta de Sevilla, que hasta en invierno puedes disfrutar de una cervecita con Lorenzo.

Si no estuviera casada con la friolera de mi mujer. Cachis.

Cruzamos la doble puerta de cristal y entramos en el Mi arbar, el lugar en el que aprendí. Sí, lo dejo abierto. Lo dejo en el aire. Y lo hago porque aprendí más cosas de las que seguramente podría nombraros. Se me olvidaría alguna, o simplemente no me acordaría por tenerla tan interiorizada. La dejo en el aire, y espero que al final del capítulo podáis completarla vosotras mismas con todo lo que veamos a partir de ahora.

El interior del bar no es tan grande como la terraza, algo que en Sevilla es bastante habitual. El clima es una de las mejores cartas que puedes jugar al abrir un negocio en el sur. Sin embargo, los abuelos de Encarni también pensaron en los raros días de lluvia o la caída de las temperaturas en invierno cuando fundaron el Mi arbar, porque buscaron un local con espacio y lo pusieron bonito con preciosos azulejos andaluces. Con motivos coloridos, geométricos, que hicieran contraste con el color marrón de la parte superior de la pared y del suelo. Montaron también una barra de madera muy larga, para que los clientes pudieran disfrutar de sus desayunos cerca de ellos, y entre ellos. Leyendo el periódico, o conociendo al de al lado. Llorando sus penas en silencio, o compartiéndolas con el camarero. No se olvidaron de las familias, ni de los grupos de amigos que venían en masa a por las famosas croquetas de jamón. Para ellos llenaron el local de mesas y sillas de madera oscura.

Aunque yo esas nunca las llegué a ver, yo conocí las de metal, las que siguen ahora. Porque a pesar de que el Mi arbar tiene años de tradición, también cambia y avanza. En los ochenta añadieron las máquinas tragaperras, y una televisión para ver el fútbol. Una tele que pasó de ser un cubo ancho, a ser plana y de 50 pulgadas. Y la carta, que cada vez tiene más sabores y combinaciones. Lo que sigue intacta es su historia, las fotos de la familia de Encarni en blanco y negro, sepia o color que reinan tras la barra. Desde sus abuelos fundadores, hasta su propia generación. Siguen intactos los azulejos, la barra, la receta de las croquetas de jamón, y, sobre todo, el amor por lo que hacen y el respeto que le tienen al sueño de quienes con sudor y sin nada, crearon el Mi arbar. Los Sánchez, los abuelos de Encarni, esa mujer que viene hacia nosotras con los brazos abiertos.

—Hombre, pero si ha venío' Elena—celebra sin excederse. Es una señora dura de roer. La alegría la tiene escondida dentro—. ¿Cómo estái'? Me alegro' veros.

Pequeñita de altura, grande en anchura. Pelirroja de bote, pelo recogido en un moño y cara lavada, cero maquillaje. Dos buenos lunares en las mejillas. Vestimenta blanca y mandil negro, el mismo que llevaba yo cuando todavía trabajaba aquí. Es la dueña por herencia del bar que os acabo de presentar, la jefa.

—Bien, bien. ¿Y vosotros, qué tal? ¿Está el Pepe en cocina?

—Ahí vamo', no mos vamo' a quejá. El Pepe enfangao' en cocina—hace un amago de sonrisa mientras juega con las trencitas de Elena.

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now